Volver a La Tarasca
En este Toledo en el que creíamos, ilusos de nosotros, que las cosas podrían empezar a cambiar y, sin embargo, nos encontramos envueltos todavía en la monserga cansina de un espeso y necrófilo neo-antifranquismo retro y de a buenas horas mangas verdes, resulta que te pones a escribir un artículo y te tienes que espabilar, porque casi seguro que antes de que pongas el punto final te han quitado o te han cambiado –esto sí– el escenario.
Me ha sucedido estos días en uno de mis callejeos toledanos. Cuando ya en Hombre de Palo habían desaparecido alguno de sus comercios o establecimientos más icónicos –La Voz de Oro, Calzados Agudo, Muebles Gamero, la Droguería del Sagrario– me doy de bruces con uno de esos casi cotidianos cambios del paisaje callejero más íntimo del antiguo Alcaná.
A pocos pasos, en la Cuesta de la Sal, ya había cerrado sus puertas el mítico Bar Skala de nuestro buen amigo Javier Felage, sin que todavía le hayamos perdonado que nos prive de sus “pocholas” y “calentitos”, mientras nos entreteníamos en contemplar ese mosaico de toledanismo, auténtico museo de fotografía antigua de nuestra ciudad, que llenaba de historia gráfica las paredes del local y que sólo se consigue con mucho tiempo y con grandes dosis de amor a Toledo.
Pero ahora parecía que le había tocado el turno a La Tarasca. Debió ser por los últimos años de la década de los setenta cuando allí, en el punto más céntrico de la calle, se instaló y abrió sus puertas este restaurante que pronto se incorporó a la nómina de los clásicos con el nombre del terrorífico dragón que, como el tomillo y los toldos, nos visita de Corpus en Corpus. Era el antiguo local que en los años de mi juventud había sido establecimiento de billares y mucho antes la botillería del señor Esquivel, frecuentada en aquel lejano entonces por clérigos y cadetes, y a buen seguro, ¡cómo no!, en su toledaneo, –sin pedir permiso a la RAE, hay que acuñar el verbo toledanear–, en compañía de Ricardo Arredondo, nada menos que por don Benito Pérez Galdós.
El restaurante me le encuentro ahora empapelado, despojado incluso del cartel de su nombre, sin estar seguro todavía si afronta alguna clase de reforma o, simplemente, se añade, como uno más, al cada vez más numeroso elenco de los extintos. Aunque alguien del vecindario me afirma que no debo alarmarme porque sólo se trata de un lavado de cara lo cierto es que, sea cual sea el resultado final del cambio, hacía tiempo que La Tarasca ya había entrado de lleno en el mundo de mis escenarios irrenunciables.
Y había motivos. Con el título “La noche de La Tarasca” habían ocupado dos capítulos de mis inéditas Memorias. Allí, en el más espacioso de sus salones, en una muy concurrida cena de conmilitones socialistas, con comienzo de aperitivos eufóricos y final de postres amargos, se tuvo la primera noticia, anunciada con semblante circunspecto por el propio protagonista, de uno de los más infames pucherazos perpetrados en la vida política española, tan pródiga en ellos.
Eran las calendas electorales de aquella primavera de 1983 en las que se dilucidaba la candidatura a la presidencia de lo que, hasta muy poco tiempo antes, casi despectivamente, se conocía sólo como “el ente”, y ahora ya empezaba a tener presuntuosas aspiraciones a convertirse en autonomía regional.
El carpetazo dado por la Comisión Federal de Listas por el que tan distinguido órgano partidario se pasaba por la entrepierna a la elegida democráticamente en las asambleas provinciales, sólo habría sido un deplorable episodio, sin mayor importancia, que añadirse como uno más a los ya por entonces significativos síntomas de una incipiente degradación del sistema democrático. La cosa, aparte el justo berrinche del afectado defenestrado, no habría pasado de ser objeto de un cierto cabreo colectivo de unos cuantos ilusos –vaya usted a saber si más de uno con ambiciones de ir a más–, a los postres de una cena en un típico restaurante de una de las calles más históricas de la muy histórica capital regional. Por muy Hombre de Palo que fuera, por muy La Tarasca que se llamara y por muy Toledo que sirviera de marco escénico, la cena de “La noche de La Tarasca” habría sido sólo eso. No habría dado para más.
Pero la verdad es que había sido mucho más. Allí había dado comienzo la larga etapa de crisis del socialismo toledano que, prolongada durante bastantes años, mantuvo a esta organización en una permanente tensión, casi catártica, hasta con abandono de sus obligaciones institucionales, hasta su desenlace final. Este largo y traumático proceso intencionadamente silenciado y por tanto ignorado debiera ser cuando menos conocido por las jóvenes generaciones del socialismo toledano que, al margen de cualquier legítima aspiración de medro personal, tengan algún interés en conocer la historia más reciente de su partido.
Cuando en estos días he visto La Tarasca cubierta de papel en toda su fachada de Hombre de Palo, como encriptada en una burbuja de misterio y de silencio, oculto a la vista su más profundo interior, todo el valor metafórico de esta imagen, en el lejano recuerdo de aquella cena en una noche de primavera electoral toledana, se ha levantado en mi memoria, sin nostalgia alguna, pero sí todavía con esa amarga sensación de comprobar la irresistible fuerza del poder –de todo poder y en todo tiempo– para ocultar la verdad y hacer prevalecer la mentira.
Ricardo Sánchez Candelas