Hace unos días leí un interesante artículo con el título “Sevilla, la ciudad que mandaba en el mundo”. Con motivo de conmemorarse en su quinto centenario la histórica efeméride de la primera vuelta al mundo, venía su autora a referir el predominante papel que la capital hispalense, al ser casi punto de origen de la extraordinaria expedición de Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano, ya había adquirido por entonces en el tráfico marítimo del floreciente comercio con Las Indias, hasta el punto de haber desbancado a Amberes como capital económica y centro financiero del viejo continente europeo. Era realmente cierto, sin exageración alguna, que Sevilla, por su posición estratégica, con su Guadalquivir navegable hasta Córdoba, a pesar incluso de la Barra de Sanlúcar –el gran argumento a favor de Cádiz– mandaba en el mundo.
Cuando ya de vuelta Elcano comunicó a Carlos V la fastuosa noticia, (Primus circumdedisti me), septiembre de 1522, el Emperador tenía preocupaciones más inmediatas. ¡Con Toledo de por medio, vaya por Dios! La definitiva derrota de la insurrección comunera dramáticamente saldada con el ajusticiamiento en Villalar de sus tres más significados dirigentes debía tener por aquellas mismas fechas a alguien muy relevante en el círculo más próximo de la Corte –en el muy probable escenario toledano del Monasterio Jerónimo de Santa María de La Sisla– atareado en la redacción del Perdón General, la llamada “Concordia de La Sisla”, que exceptuó, entre más de doscientos irrecuperables, a la propia esposa del regidor toledano Juan de Padilla, “La Leona de Castilla” María López de Mendoza y Pacheco, resistente hasta el final en Toledo, que hubo de buscar asilo en Oporto.
Parecería poco tiempo que sólo cinco años hubieran sido suficientes para que Carlos V hubiese olvidado los agravios comuneros hasta pensar en Toledo como sede de su imperio. Por lo demás, alianzas de reinos, conveniencias de uniones dinásticas, intereses de banqueros y mercaderes e influencias de eclesiásticos, eran, entre algunas otras, muy serias dificultades para la consolidación estable y duradera del muy complejo proyecto imperial. Sin embargo, el signo de los tiempos podría haber empezado a cambiar.
Si alguien en la muy poderosa Casa de Contratación sevillana había llegado a pensar en algún momento que la capital imperial con su Corte, no obstante su condición de itinerante, se hubiese asentado en las orillas del Guadalquivir, hubo un determinante acontecimiento que vendría a frustrar cualquier ilusoria esperanza. Por aquellas mismas fechas en las que Toledo parecía empezar a olvidar las antiguas vindictas comuneras –y el mismo Carlos V creerlas olvidadas– el Emperador firmaba las capitulaciones matrimoniales con Isabel de Portugal. Matrimonio de amor pero también de conveniencia política. Debió ser muy mala noticia para los gerifaltes sevillanos a pesar de que fuese en esa ciudad en la que se celebraron los esponsales. El destino miraba otra vez a Castilla. La Lisboa atlántica, tan abierta a la mar océana como lo fuera la pretenciosa Sevilla, y a mayor añadidura sede natal de la nueva Emperatriz, era la señal más significativa de los cambios que se avecinaban.
Renacida la vieja idea de la unidad ibérica, el rio Tajo, eje natural Lisboa-Toledo, ya había entrado en el nuevo escenario histórico de la España Imperial. Toledo quedaba situado en el centro de ese nuevo escenario. La imagen era mucho más que una pura metáfora alimentada por una rareza de la geología. Cuadro y marco se nos daban hechos. Toledo y El Tajo, indisolublemente unidos, más allá de cualquier coincidencia solo geográfica, podrían haber alcanzado el climax de su más exacta identidad común en una conjunción hipostática, casi metafísica.
¿Aprovecharía nuestra ciudad esta nueva oportunidad histórica? Esta pregunta –sobre todo, su decepcionante respuesta– me condujo a la creación de una ficción literaria con encaje perfecto en aquella realidad. La denominé entonces “El Tríptico del Tajo”. Las dos primeras tablas de este Tríptico, además de cuadro y marco, contaban con argumentos y protagonistas principales. El primero, la ascensión de aguas a través del Artificio, “El Ingenio”. Protagonista: Juanelo Turriano. El segundo, la navegación hasta Lisboa. Protagonista: Juan Bautista Antonelli.
Aunque no los únicos, se trataba de dos proyectos esenciales para el progreso de la ciudad y para acometer el ineludible proceso de mejora de servicios y construcción de infraestructuras que exigía el asentamiento de la Corte. Unido a circunstancias muy complejas sobre las que muy prestigiosos historiadores han elaborado multitud de hipótesis, pero amenazados de fracaso ambos proyectos, las últimas páginas de la gloria imperial asentada en Toledo ya habían empezado a escribirse.
El epílogo no podía ser otro que el traslado de la Corte al vecino “poblachón manchego” de Madrid, a pesar de haberse mantenido el “sueño de la navegación” casi hasta el mismo momento de la muerte de Felipe II –su gran valedor– y haber sido el propio monarca el artífice de la decisión de traslado. Al fin y al cabo, si los barcos pudieran llegar desde Lisboa a Toledo, tampoco era ya tanta la distancia a salvar hasta Madrid. Ahí estaban también Jarama y Manzanares para sufrir cualquier cirugía hidráulica necesaria.
Corrían, pues, días de 1561. El Artificio de Juanelo –una vez más llegábamos tarde– tardaría todavía algunos años en comenzar a funcionar, y bastantes más aún –1587– hasta que se hiciera la primera travesía entre Toledo y Lisboa a través de las aguas del Tajo. Con todo, ahora, aunque ya sin la Corte, parecía que todavía podríamos llegar a tiempo de mantener vivo algún rescoldo de las antiguas glorias. Quizá…¡todavía El Tajo! Para entonces, en 1580, en las Cortes de Tomar, se había producido la anexión de Portugal a España.
Allí estuvieron presentes Antonelli y Juan de Herrera. Entusiasta también del proyecto de navegación –y tal vez solo acompañado en su apoyo a la idea por su amigo el cronista Ambrosio de Morales y por el propio Juan de Herrera– el pobre Juanelo Turriano, aunque ya muy anciano y arruinado, aún pudo verlo, y hasta quién sabe si dar un abrazo de despedida a su paisano Antonelli en los arenales de los embarcaderos de Saelices y de La Incurnia antes de zarpar hacia Abrantes.
Pero en el pueblo de Toledo, en su gran mayoría, parecía no haber prendido ese entusiasmo. O al menos, algunos quisieron que no prendiera. En aquellos dos proyectos fracasados hubo mucho “Toledo contra Toledo”. Aunque con el trasfondo de dos historias de amor, ese fue en realidad el argumento de mis dos novelas históricas de “El Tríptico del Tajo”. Molineros y aceñeros que detestaban cualquier impedimento del giro de las ruedas en sus módicas industrias; hortelanos de riberas que con los caminos de sirga creían amenazado el riego de sus cultivos; azacanes que veían peligrar el exclusivo monopolio de su oficio; curtidores y bataneros que, junto a espaderos y torneros creían que las aguas del Tajo sufrirían grave detrimento con extraños “artificios” y travesías de barcos; pescadores que con tanto trajín sobre las aguas verían disminuir la abundancia de anguilas, barbos y bogas en los charcones y en los remansos; carpinteros que veían llegar hasta sus aserraderos a buen precio las maderadas que viajaban sobre las aguas, acarreadas por los gancheros desde de las serranías de Cuenca y de Molina…
De los múltiples oficios que vivían en el entorno del río, de los poderosos gremios y acaudalados patronos –los había de todo pelaje y condición– que los tenían como sustancioso negocio, ¿quién de ellos no veía algún perjuicio para el medro de sus bolsas en aquellos dos “disparates”? ¿Quién que no fuera un utópico iluso podría llegar a creer que el río que siempre habían conocido valdría para dar asiento y vida a dos nuevos embelecos que truncarían el ritmo de sus días tranquilos y rutinarios? ¡Ah, y para colmo protagonizados por dos individuos arbitristas que no eran toledanos, que habían venido, como protegidos y amigos íntimos, de la mano de una Corona que en Villalar, en la persona del heroico Regidor Juan de Padilla, había infligido humillante derrota en una guerra –al fin y al cabo, con vencedores y vencidos de puertas adentro, como en cualquier guerra civil– al pueblo de Toledo para establecer aquí una Corte en cuyo asentamiento veían más desventajas que beneficios!
El prestigioso y coetáneo historiador Esteban de Garibay nos ilustra sobre la ambigua posición de los procuradores de Toledo, representados para la ocasión por don Rodrigo de Mendoza, en las Cortes de 1583, celebradas en Madrid, en las que se debatía el proyecto de navegación. Una auténtica exhibición de “Toledo contra Toledo” que, en realidad, ni siquiera era ambigua.
Hasta aquí el somero repaso a la historia. Todos los ingredientes del “Toledo contra Toledo” estaban ya entonces servidos. Se habían escrito las dos primeras tablas de “El Tríptico del Tajo”. Encuentros y desencuentros entre la ciudad y su río. Amores y desamores entre sus aguas y sus gentes. Rencores antiguos y ambiciones nuevas. Hoy, todavía en nuestros días, se está escribiendo la tercera tabla. Tiene, es bien sabido, dos fechas clave. 1967: en el murciano Teatro Romea se anuncia el Proyecto del Trasvase Tajo-Segura. 1972: quedan prohibidos los baños en el Tajo.
Es una tabla inconclusa que nos la están escribiendo y la estamos escribiendo. ¿Hasta cuándo? El Tajo, como siempre, triste protagonista y…ahora, muy en nuestros días, ya no solo el Tajo. Alguna otra cosa. Nuevas iniciativas. Ilusionantes proyectos. Sugerentes expectativas, ¿Existe algún extraño maleficio por el que Toledo, en lo más íntimo de su entraña, en alguna entretela de su alma que solo conocen los brujos de Odelot, siempre se enfrenta a sí mismo, a su futuro incierto? ¿Estaremos pagando, todavía hoy, el alto precio de nuestro despectivo rechazo a los viejos proyectos fracasados de antaño? ¿Estaremos sufriendo, como humillación merecida, haber despreciado ser nada menos que capital de un Imperio para degradarnos a capitalita de un invento político llamado “estado de las autonomías” en el que, a poco que observáramos con objetividad los acontecimientos de nuestros días, bien pudiéramos ver –¡terrible paradoja!– el origen de la destrucción de España como Nación, aquella “en cuyos dominios no se ponía el sol”?
Son preguntas que me hago con el máximo respeto y a las que solo encuentro respuesta aproximada, desde luego nada segura ni absoluta, en ese “Toledo contra Toledo” que desde tanto tiempo atrás arrastramos como pesada carga de nuestra propia identidad.