Hace ya mucho tiempo, va para treinta años, que abandoné mi transitoria y bastante breve época de actividad política. Desde entonces sólo en muy contadas ocasiones he manifestado alguna actitud en ese sentido, y cuando lo he hecho por escrito en cualquier medio de comunicación, desde mi más absoluta libertad e independencia, he preferido casi siempre utilizar, aparte el razonamiento, la moderación y el respeto, la ironía o el tono mesurado de quien de aquella breve experiencia aprendió lo difícil que es en materia política acertar en todo cuanto se hace y complacer a todos los que esperan de los gobernantes lo más ajustado a sus ideas y criterios o lo más conveniente a sus particulares intereses.
Sin voluntad alguna de alarmismo hago ahora una excepción dada la gravedad del crítico momento que vive España. Y empiezo también por afirmar que si hay algo, igualmente como rara excepción, que en esas escasas ocasiones de emitir mi opinión política lo he hecho sin ambages y con profunda convicción es mi rechazo al Estado de las Autonomías. Más aún: hasta he llegado ya a convencerme de que el sólo enunciado del concepto contiene dos términos completamente antitéticos, casi un oxímoron evidente. “Estado” y “autonomías” son conceptos políticos contradictorios entre sí. En pura y recta lectura de la teoría política más ortodoxa, incluso desde los postulados más federalistas, no hay más autonomía que la del Estado. No debe así extrañar que la más radical reivindicación del proceso separatista sea la de constituirse como Estado.
Bien es verdad que el texto constitucional, tal vez consciente de la insalvable y grave contradicción conceptual señalada, sin duda detectada en su elaboración por personas de tan alta cualificación en teoría política y en Derecho constitucional como los redactores del mismo, la rehúye sistemáticamente y solo se refiere, como nueva realidad política de facto, a las “Comunidades Autónomas”. Así, la denominación “Estado de las Autonomías” sería más una creación mediática incorporada al lenguaje popular que una realidad procedente de la propia Carta Magna.
Debió de ser uno de esos difíciles equilibrios, tenidos por necesarios, parecido al de introducir, con rara equiparación al término de “regiones” el de “nacionalidades”, en el propio Artículo segundo, con clamoroso “olvido” o premeditada “ignorancia” de que en sentido académico y literal estricto, nacionalidad significa sólo condición de nacional, perteneciente a una nación, sin tener nada que ver con cualquier concepto de entidad territorial de naturaleza política. Se es de nacionalidad belga o francesa, pero ni Bélgica ni Francia son una nacionalidad.
Como apostilla que nos sale al paso, anotemos que en una hipotética reforma constitucional éste debería ser uno de los términos a suprimir, tan solo fuera por un elemental respeto a nuestra maltratada lengua castellana, por más que en su acepción tercera del Diccionario de la Real Academia haya sido necesario forzar de manera insólita, como metida con el calzador de la conveniencia política, la referencia a “Comunidad autónoma”. ¡Hasta en el intocable criterio de los doctos académicos se entrometió la maldita inmersión lingüística!
Pero así se tuvieron que hacer las cosas en aquella fechas constituyentes sometidos ya a la insoportable presión del separatismo, todavía por entonces –salvo los crímenes de ETA que ahora parece que deben ser olvidados– sin la apariencia cerril de nuestros días.
Con el franquismo una vez más como excusa y con el reparto de papeles entre vencedores y vencidos en la desgraciada guerra civil, los separatismos periféricos, auto-apuntados con ladino victimismo al papel de perdedores, eran perfectamente conscientes y supieron desde el principio que se les abría la gran oportunidad de alcanzar su único y definitivo objetivo final, que no era otro que el de la ruptura de España como Nación.
Con ingenuidad de muchos, digna de mejor causa y, por qué no decirlo, también con una bien calculada mezcla de creencia en una oportunidad histórica de otros, y hasta de logrero oportunismo político de algunos, los principales actores y protagonistas de aquella etapa posterior a la muerte de Franco que se dio en llamar la Transición Democrática, no dudaron en articular un capítulo completo, el Título VIII de la Constitución, hecho casi a la medida del proyecto futuro del separatismo más aviesamente calculador. Se les regaló el cuaderno sobre el que escribir su hoja de ruta. Y hasta la tinta y la pluma.
Fuera cual fuera el grupo que cada uno de esos protagonistas tuviera como el suyo propio, lo cierto era que todos parecían admitir como único y exclusivo motivo de aquel diseño de nueva distribución del poder territorial de España, la integración de los separatismos periféricos en un proyecto de convivencia común bajo la fórmula, aparentemente invulnerable, de “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”.
Haciendo bueno aquello de que el papel todo lo aguanta, bien pronto supimos que para los nacionalismos soberanistas de la periferia esa fórmula era puro papel mojado. Tan solemne proclamación en el frontispicio del texto constitucional estaban dispuestos a pasársela por el forro a las primeras de cambio.
Así pues, si la creación de las Comunidades autónomas, sin ninguna otra razón que las justificase, tenía como único y exclusivo motivo la integración de los separatismos en un proyecto común de convivencia nacional, la ruptura tramposa y desleal de ese pacto constitucional era la más palpable evidencia de que el Estado de las Autonomías era un proyecto fracasado.
Pero había que vestir al muñeco. Y al final del evento de la vestimenta se repartió el tristemente famoso “café para todos”. Pero como en las antiguas bodas de tronío, para algunos invitados de postín, en este caso los separatistas, el derroche alcanzaba a “café, copa y puro”. Al fin y al cabo, casi era su boda. Eran ellos los que se casaban con el Estado Español. No con España, ¡que quedara claro! No les gustaba el nombre de la novia. Con el estado español. Y a ser posible sin mayúsculas.
Y es que, para situar bien a los protagonistas del “café para todos”, es necesario hacer algo de historia, no vaya a ser que en medio del debate fragoroso de estos confusos momentos, con ignorancia u olvido premeditado de las verdades elementales de su origen, nos suceda aquello del paso de Roncesvalles, que “en medio de la polvareda perdimos a don Beltrán”.
Repasemos, pues, la historia de este embeleco del “café para todos”: donde nunca y para nada existieron reivindicaciones autonomistas se inventaron de la noche a la mañana clamores populares y apasionados nuevos regionalismos patrióticos de capilla y campanario. En una España en la que una inmensa mayoría, tanto en población como en territorio, no era en absoluto autonomista se nos inyectó en vena el trágala de unas nuevas fronteras interiores que, de puro artificiales, ni los mismos que las trazaban sabían cómo hacerlo.
En otro sentido, donde una posible necesidad en orden a eficacia del servicio público parecía hacer aconsejable una cierta descentralización se extralimitó con mucho esa probable necesidad y se nos impuso como imperiosa urgencia el montaje intermedio de una nueva estructura de carácter fundamentalmente político, cuando realmente esas estructuras ya estaban creadas, eran plenamente democráticas en su encaje constitucional y no eran otra cosa que el razonable reparto, tanto de carácter político como de capacidad de gestión, de los municipios y de las provincias.
Pero el engaño se superó aún en osadía. Se nos decía –se nos sigue diciendo todavía– que sin el invento autonómico no habríamos tenido más prosperidad económica, ni más bienestar social, ni más libertades democráticas. Hoy ya sabemos que es todo lo contrario. Su atrevimiento no puede llegar a afirmarnos que habría existido menos corrupción. El caso de los EREs de la Comunidad autónoma andaluza, por citar sólo el más escandaloso, parece que, por una elemental vergüenza, impide tal falta de pudor. Tal vez también por querer ignorar que el poder, cuando se reparte, no suele repartir lo mejor de sus virtudes sino lo peor de sus vicios.
Quizá algún día debería acometerse un estudio serio y riguroso que evaluara en términos económicos y de saldo neto cuantas inversiones en educación, sanidad, infraestructuras públicas, servicios de atenciones primarias y mantenimiento sin riesgo del sistema público de pensiones, habrían sido posibles sin tener que sufragar ese gigantesco despilfarro absurdo, metástasis político-administrativa incluida, ¡durante cuarenta años!, de diecisiete “gobiernitos”, “parlamentitos”, “televisioncitas” y demás tenderetes varios asociados a este descomunal despropósito.
Pero para ocultar o atenuar ese fracasado proyecto del Estado de las Autonomías, allí estaba ya bien asentada y mejor remunerada en el nuevo sistema esa nueva clase política autonómica a la que convenía presentarle como éxito.
Después de todo lo anterior, resulta llamativo contemplar en estos convulsos días del “bloqueo” el llanto jeremíaco y la defensa a ultranza de la unidad nacional de algunos nuevos patriotas de patria a la medida. En realidad, a su medida. Se nos presentan ahora convertidos en aguerridos abanderados contra la formación de un gobierno apoyado por el independentismo. Y está bien. Es de agradecer.
Pero quizá nos deberían convencer antes de que ese independentismo, aunque tenga una historia anterior, no tiene un origen reciente bien conocido, y que no es otro que el viciado y vicioso sistema autonómico. ¡Ay, aquel “café para todos”! Estos intrépidos líderes de españolismo de última hora nos tendrían que convencer además de lo más importante: que no son precisamente ellos los principales beneficiarios actuales de ese nefasto sistema.
Trabajo difícil. Demasiada tarea quizá para convencer a los millones de españoles cada vez más persuadidos de que se ha creado, con ellos y para ellos, una auténtica casta autonómica hecha a su medida, y de que antes o después, desde el más estricto procedimiento legal de reforma constitucional –la única verdaderamente necesaria– que liquide el deplorable Título VIII de nuestra Carta Magna, tan admirable por otros mil motivos, habrá que empezar a demoler este lamentable y fracasado experimento histórico. Ya no por simple patriotismo y decencia política, que también, sino por pura viabilidad y persistencia económica del invento. El endiablado e insoluble problema de la financiación de las Comunidades Autónomas –cada una con el “¿y qué hay de lo mío?” en una guerra de todos contra todos– es el más claro exponente de que el sistema ha entrado en quiebra.
Si algo deberíamos haber aprendido del incontenible avance de este corrosivo proceso, es que cuanto más tardemos en acometer esa tarea colectiva más letal e invasivo será el cáncer. La periferia y los diversos “teruel existe” del cantonalismo más decimonónico y folclórico amenazan expectantes a la vuelta de la esquina.
Bien es cierto que, por desgracia, entre unos y otros nos han metido ya demasiado en el charco, que va a ser difícil salir de este lodazal y que solo un proyecto de voluntad colectiva nacional haría el milagro de salir del mismo sin hundirnos cada día un poco más. Ponga cada cual a ese proyecto el nombre que quiera, si es que precisa de alguna denominación, o la titularidad política que le apetezca, si es que fuera necesaria alguna. Para que naciera sano y no contaminado mi opinión es que no sería menester ni lo uno ni lo otro. El tiempo lo iría diciendo. Pero en todo caso, es tiempo que ya no podemos perder.
Y la verdad es que la demostración de la sinceridad de su actual ira anti-independentista la tendrían bastante al alcance de su mano. Sería la hora de la verdad. Su hora de la verdad. Tan sencillo como que cada uno de ellos tan líderes en sus respectivas taifas, tanto en lo institucional como en lo partidario, diesen a los Diputados de su territorio, instrucciones precisas sobre cuál debería de ser su voto, en coherencia con su anti-independentismo, en el proceso de investidura que ya se nos anuncia como avalado por toda clase se separatismos. Incluidos para mayor ignominia algunos manchados de sangre. Sencillo, ¿no?
En la fecha en que escribo esto –dicho con el máximo respeto a la libertad que cada partido político tiene para adoptar sus propias decisiones– estamos a muy pocos días de conocer cuál será el resultado final de esta dramática situación. Con la muy deseable y oportuna corrección de rumbo, aunque sólo fuera con una mentirosa y provisional salida por la tangente, ojalá no fuese necesario aplicar la traumática terapia política que sugiero en las líneas anteriores de este artículo. Ese retorno a la sensatez sería el mejor regalo de Navidad que pudiéramos recibir. Sería el primero en celebrarlo.
Pero si no fuera así y la terapia fuese finalmente aplicada, por una vez, y como única y extraordinaria excepción, estaría dispuesto a admitir que la fragmentación política del taifismo autonómico habría servido al final para algo útil, decisivamente valioso para la unidad nacional. Nunca el gesto de dignidad de unos pocos habría evitado la infamia de malvivir con indignidad a muchos. Aunque sólo fuese por eso, por esa posición verdaderamente patriótica en una situación tan límite como es la del seguro riesgo de ruptura de España como Nación, estaría dispuesto a olvidarme de todo lo demás. Incluso a considerar que no fue un deplorable y gravísimo error aquello del “café para todos”.
Y aclaración final muy importante: ni que decir tiene que algunos de ese “todos” –al fin y al cabo ellos son también parte del podrido sistema sobre el que parasitan– no son tampoco los más autorizados para dar recetas. “Consejos vendo y para mí no tengo”. No se trata desde posiciones partidarias de acorralar a un indigno presidente cegado por el sectarismo y obnubilado por la posesión del poder. Se trata de salvar la unidad de España y salvaguardar la Constitución que la garantiza. Estoy seguro de que se me entiende.
Ojalá me equivoque, pero dudo mucho que de llegar esa extrema situación se me ofreciera la gozosa oportunidad de ser todavía testigo de esa salida digna y honrosa de su hora de la verdad.