Aunque la crisis que se viene cerniendo sobre la agricultura familiar es un hecho palpable desde hace décadas, a veces uno descubre otros enfoques sobre el problema en las situaciones más inverosímiles. Un viaje reciente a Bruselas tuvo consecuencias imprevistas respecto a los objetivos iniciales del desplazamiento, que nada tenían que ver ni con el mundo rural, ni con la agricultura.
Por puro azar, terminé trabajando en la planta superior de un edificio en cuyos bajos están las representaciones de diversos sindicatos y asociaciones europeas, siendo el más llamativo, tal vez, Solidaridad, el otrora sindicato muy famoso en Europa. Como algunos recordarán, esa fue la organización de dio un vuelco en el régimen comunista polaco y que impulsó a su líder hasta la presidencia de Polonia.
Pero en nada de eso habría reparado si no me hubiera cruzado con el presidente español de las cooperativas agrarias, a quien conocía de vista. Este suceso fue el que desvió mi atención a una puerta donde aparecían diferentes representaciones a las que acabo de aludir, entre ellas la Unión de Cooperativas.
A partir de ese conocimiento presté más atención cada vez que entraba en el edificio, descubriendo que también había otras instituciones relacionadas con la agricultura y el vino, y que aparte de trabajadores en varias lenguas, se movían personas cuyo aspecto cuadraba más con el perfil de hombres de nuestro medio rural, mejor que con el de los privilegiados políticos, funcionarios y lobistas que pululan por los edificios de las instituciones europea.
Tales observaciones me condujeron a suponer que, a lo mejor, dichas personas podían estar más activas ante la Unión Europea, por cuanto era el momento de las negociaciones para culminar la Política Agraria Común, que ha de entrar en vigor a partir de 2021. Ciertamente, estas oficinas me parecían un escenario más convincente para defender los intereses agrarios o de otro tipo, que el ofrecido por algunos políticos que, a modo de reporteros, intentan aparentar sobre su actividad hablando desde el exterior (a muchos metros de distancia, para que pueda verse el edificio) de la Comisión Europea. Es lo mismo que suelen hacer los corresponsales de televisión o esos activistas que buscan un encuadre en el barrio europeo para fotos o vídeos, pensando que esto contribuye a reforzar la posible nimiedad de su causa.
Un segundo toque de atención me llegó la noche en que fuimos a cenar al restaurante Les Filles, cuya especialidad son los platos sencillos de la comida tradicional belga. Su estilo está basado en ofrecer productos sanos, procedentes directamente de agricultores ecológicos locales. Incluso cuenta con una pequeña tienda para quien desee llevarse a casa un trozo de queso, mieles, verduras, legumbres, mermeladas y otras cosas más.
Entre el intenso sabor de la ensalada, cuyas hojas desbordaban un intenso color y sus quesos artesanos, me fijé en la carta de vinos cuando una compañera pidió una copa. Examiné las referencias y hallé que gran parte de las botellas eran de procedencia española (especialmente Cataluña) y que se mostraba un profundo respecto por los vinos ecológicos, algo que se traducía en un precio medio de 35 euros por botella. ¡Qué bien!... pero ¡qué lástima!, me dije como apesadumbrado manchego. En aquel lugar, ni el restaurante ni los comensales de variada procedencia internacional conocían que La Mancha lleva años produciendo millones de litros de vino ecológico que nadie sabe adónde van a parar.
Cuando acabó la cena, mientras volvía por las calles lluviosas y solitarias de la capital centroeuropea a las nueve de la noche, pensaba en cómo un grupo de agricultores se afanaba por localizar una vía de negocio a través de comercios y restaurantes que compraban sus productos ecológicos de proximidad. Resultaba indudable, además, que la razón de fondo se debía a un cambio en los gustos de ciertos consumidores ilustrados, que anteponían el producto natural a lo exótico, a lo abigarrado de la comida “gourmand”, o a lo facturado por multinacionales a miles de kilómetros de este emplazamiento.
Continuando con la paradoja de ser asaltado por pensamientos relacionados con la agricultura, en un lugar tan inapropiado como la capital europea, el día siguiente me topo en Le Soir (el diario belga de referencia) con dos anuncios relacionados con las cooperativas agrarias y sobre como tratan de afrontar las amenazas que con tanta intensidad se abaten sobre nuestra agricultura o, mejor dicho, sobre el modelo tradicional de pequeñas y medianas explotaciones agrarias característico de muchos países europeos. Ese mismo que nosotros y las generaciones anteriores hemos conocido en nuestro entorno inmediato.
En la página 14 encuentro un anuncio que ocupa un cuarto de página, donde se preludia el suplemento sobre economía en versión cooperativa que debe aparecer en la jornada siguiente. Sobre las fotos de una granja, con una pareja joven (ella con una niña en brazos) rodeada de vacas, se lee el siguiente texto: “Cuando los agricultores eligen retomar su destino por sí mismos”. La información sobre el suplemento se complementa con las siguientes consideraciones: “¿Repensar la economía sobre bases más humanas? Las cooperativas son uno de los medios para alcanzarlo”. Personalmente, tras la lectura, únicamente puedo añadir "amén".
Sin embargo, las sensaciones fuertes las encontré en media página de anuncio a todo color (unos 28 por 25 centímetros), donde un vaquero con sus botas de agua y su gastada ropa de faena era anunciado como “visionario en hierba”. Este vaquero es uno de los cooperativistas de Fairebel, la empresa de productos lácteos patrocinadora del mensaje promocional.
El nombre de la cooperativa ya resulta significativo: Faire (significa hacer en español) y “bel”, la primera sílaba del país belga. Por si quedara alguna duda, el logotipo se complementa con una vaca cuyos colores de fondo coinciden con la bandera nacional de Bélgica.
Por supuesto, en el anuncio aparecen los productos lácteos de la cooperativa, pero su tamaño es menor que el de una banda verde con el siguiente mensaje: “Fairebel es según yo (el hombre del anuncio) la única manera de obtener un precio equitativo por nuestro producto que es la leche. La industria nos considera como suministradores de materias primas genéricas, que se pagan al precio más bajo posible. Para el consumidor, Fairebel representa la oportunidad de sostener la agricultura familiar en Bélgica, permitiendo a los agricultores mantener la cabeza fuera del agua. No hay nada mejor para ayudar a nuestros agricultores”.
Más tarde, busco en Internet información sobre esta cooperativa y veo que aparte de los socios ganaderos, ofrece la posibilidad de invertir a cualquier persona cantidades mínimas, como 100 euros. Esta suma de dinero representa una participación social y cuenta con beneficios fiscales. El inversor puede vender su participación cuando desee, pero entretanto recibirá un interés anual: hasta 6 euros en productos Fairebel por esa aportación mínima.
Comparo los textos, las imágenes y el espíritu que transmite y quedo sobresaltado, ya que cualquier parecido con lo que predomina en mi entorno, respecto a las cooperativas o sus socios asfixiados, no es que sea mera coincidencia. Probablemente estaríamos hablando de ciencia ficción.
El cuarto aviso lo encuentro a mi regreso. Una espera de varias horas en el aeropuerto motiva que mate el tiempo con la tablet. No me atrevo a usar el término aprovechar el tiempo, porque sería una desconsideración hacia otro español que también aguarda su retorno a Madrid y que se mantiene concentrado, corrigiendo ejercicios de alumnos, en medio del tumulto.
Aprovechando la wifi, encuentro una reseña en los principales periódicos españoles sobre el informe de la organización COAG, titulado “La uberización del campo español. Estudio sobre la evolución del modelo social y profesional de la agricultura”. Prácticamente en todos los medios se recogen los mismos datos sobrecogedores sobre las agricultoras que se ciernen sobre la agricultura familiar. No obstante, enlazo con el informe íntegro y corroboro los datos.
Por incitar un poco el desasosiego en los posibles lectores, expondré algunas cifras: El número de granjas de vacas ha pasado en España de 250.000 en 1988, a 14.776 en 2018; el número de titulares de explotaciones hortícolas ha pasado de 215.000 en 2007, a 172.000 en 2017; menos del 6 % de los agricultores españoles es menor de 35 años, pero el 60 % está en edades cercanas o por encima de la jubilación; 6 grupos concentran la compra del 55,4 % de los productos agrarios que se comercializan en España, algo que cuestiona seriamente el libre mercado; 3 o 4 multinacionales acaparan la venta de insumos a los agricultores, lo cual cuanto menos abre sospechas de oligopolio; el modelo de agricultura tutelada o de integración está provocando que las granjas de porcino, las huertas o cultivos como la uva de mesa, se transformen en explotaciones de agricultores precarios que soportan el riesgo sin capacidad sobre la gestión de su negocio, el precio de los insumos o el precio de venta de sus productos.
En definitiva, asistimos en nuestro país a la desaparición de pequeños y medianos agricultores, mientras grandes compañías desarrollan vastos cultivos súper intensivos, acaparan las cadenas de comercialización y utilizan a los agricultores como socios de conveniencia para producir materias primas a granel, y cuya posición de desventaja motiva que se pueda prescindir de ellos cuando convenga.
Total, un informe lleno de datos de pánico, cuya realidad resulta fácil de contrastar, por ejemplo, cuando aparecen informaciones sobre la despoblación de las zonas rurales.
Da igual que se llame a este fenómeno España vacía, vaciada o, eufemísticamente, territorios con baja densidad de población. Al final hablamos de muchas provincias que se despueblan porque pierden su tejido productivo tradicional y con ello su población activa, aunque puedan encontrarse otros factores explicativos.
De vuelta a mi domicilio me reconcilio con la idea de ver personas que intentan sobrevivir ofreciendo respuestas interesantes al peligro ya en curso de que desaparezca ese modelo agrario tan consustancial a nuestra historia personal y a la supervivencia de gran parte de nuestro territorio. Por fortuna, también hay gentes en España que no se dejan arrastrar por esta fatalidad y que lanzan proyectos basados en nuevos cultivos.
Sin embargo, también me reafirmo en que mantener mentes abotargadas, mirando al pasado o al vacío, no servirá de nada, haya o no haya la PAC que convenga. Creo que desde Bruselas muchos burócratas ya no ven el campo “no competitivo” como algo que deba mantenerse a toda costa y que si no se ponen grandes remedios por quienes tienen atribuida esa responsabilidad, al final todos sufriremos los males. Esto es lo que hay.