En otros tiempos el PIN parental (o parroquial) lo llevábamos incorporado en el cine de barrio. Y es que el cine de barrio era el cine parroquial, al menos al principio, porque luego con el desarrollo del barrio nació, casi cómo un signo de modernidad, un cine nuevo, en Technicolor, más laico en su apariencia, aunque la cinta que se pasara en colores brillantes y con enorme éxito, fueran "Los 10 mandamientos", de Cecil B. DeMille, con Charlton Heston en el papel de héroe bíblico.
Eran los tiempos homéricos de la "sesión continua", y es que lo mismo que la vida, llevada de su inercia natural, no para salvo obligada por la reparadora necesidad del sueño, aquella sesión continua de magia desenfrenada no parecía tener fin salvo cuando apretaba el hambre, o nuestro padre, que nos creía extraviados, pero intuía donde estábamos, nos rescataba de las butacas del cine, medio alucinados o ya medio dormidos.
Heston, amigo del rifle, ese símbolo estrafalario de la derecha americana más torpe, debía estar pluriempleado en aquel tiempo, porque aparecía también protagonizando una de las cintas en el cine de la competencia, el cine parroquial. Nos referimos a la famosa película "El Cid", dirigida por Anthony Mann, y protagonizada por Heston y una espléndida Sofía Loren.
Como digo, en aquel tiempo no había ningún problema ni duda legal con el PIN parental, o parroquial, que en eso consistía el nacional-catolicismo, en no tener dudas, ni siquiera pensamiento, y todo el mundo conocía de antemano el papel que debía representar en aquella farsa.
Sucedía así: en algún momento de la película, y no recuerdo bien si con el telón de fondo de las murallas de Ávila, Charlton Heston, llevado de un impulso bastante natural por otra parte, intentaba besar en la boca a una imponente Jimena, más imponente aún porque en vez de la Jimena real, que no sabemos que aspecto tenía, quien aparecía en la pantalla era la italiana Sofía Loren, cuya belleza mediterránea es evidente y no es necesario explicar aquí. Entonces, y ya con el beso a punto de caramelo (recordemos que no se trataba de un casto beso en la mejilla), y con todo el público -niños y adultos- embobado y pendiente del trance, en la pantalla se producía un salto cuántico en el tiempo y el espacio, y la íntima calidez del beso desaparecía por obra de la cuchilla del censor, para acabar en un gesto sin sentido, más mecánico que humano, dónde faltaba un trozo de vida: besar sin beso.
En esto consistía el "PIN", el PIN parroquial, besar sin beso, amar sin cuerpo, el cuerpo de los amantes. La realidad como pecado. Y este es el PIN que algunos añoran, al parecer. Lo que ocurría después del "corte" es sabido por todos los que vivimos y recordamos aquella época dorada del cine a trozos, toda una odisea: silbidos, pataletas, bronca unánime y desenfadada, que protestaba con escándalo y estruendo popular por aquella muestra suprema de la estupidez humana.
Y es que el PIN, o lo que es lo mismo, el "corte", era la expresión más visible de la hipocresía institucionalizada en su versión más idiota. Y a otra cosa mariposa, que al fin y al cabo todo el mundo sabía lo que era un beso apasionado con una belleza. O casi.