Son las 8,00 de la mañana. Esther entra en su coche para dirigirse a su IES. Hoy los alumnos realizarán las pruebas de la evaluación inicial que cada profesor del centro ha preparado. Parece que será un día laboralmente intenso.
Es profesora de Biología y Geología en un instituto grande de la capital de la provincia. Docente incansable y rigurosa, nunca regatea un minuto en sus clases al trabajo.
Hoy, al igual que en pasados cursos escolares, los sentimientos contrapuestos se mezclan en su interior. Junto a la aventura que supone el nuevo curso escolar, viene, también a su ánimo, el desencuentro con sus compañeros del Departamento con respecto a algunas teorías científicas. También, hacia la relevancia de algunos contenidos de las materias que imparten y, en especial, con respecto a las estrategias metodológicas a emplear, para favorecer el aprendizaje de su alumnado.
Esther es una mujer profundamente religiosa, basa sus principios en la tradición y ortodoxia de su confesión. Argumenta y defiende con pasión ante sus compañeros que la teoría de Darwin no es cierta y que esos contenidos los explicará a sus alumnos, no conforme aparecen en el libro de texto seleccionado por el Departamento, sino según sus convicciones.
Varios compañeros de su Departamento de Ciencias Naturales apoyan el empleo de exámenes de opción múltiples. Esther los rechaza, argumentando que, con ellos, sólo se fomenta el memorismo en el alumnado. Por el contrario, defiende con pasión el uso del método de aprendizaje basado en problemas; la mayoría de sus compañeros no están de acuerdo con el empleo del mismo, pues consideran que es demasiado trabajo y que nadie ha demostrado que su uso provoque mejores resultados que los empleados hasta ahora por ellos.
De todos los miembros del Departamento es conocido también que otra profesora les indica a los alumnos que no se preocupen tanto por lo que viene en la programación de la materia y en el libro de texto que deben utilizar, ya que ella les va a enseñar lo que de veras necesitarán saber en la vida y que, por ello, algunos temas, seguramente, no van a ser trabajados.
Esther y sus compañeros defienden y mantienen sus posiciones año a año, curso a curso. Cada uno de ellos apela a su reconocido y consolidado derecho de “Libertad de cátedra”, para mantener sus convicciones y su tradición docente en su quehacer profesional. En este contexto, ante la imposibilidad de alcanzar acuerdos en aras a una unidad de acción y para evitar viejos o nuevos conflictos, el Jefe del Departamento propuso incorporar en la programación de las materias del Departamento que “a juicio del profesor o profesora se podrá alterar la temporalización de la programación de la materia, la ponderación de los criterios y estándares de evaluación, la elección de la estrategia metodológica que considere más adecuada para el alumnado de entre las reseñadas, así como con los instrumentos de evaluación”. El acuerdo fue unánime.
Director y Jefe de Estudios dan por bueno el acuerdo al sentirse incapaces de argumentar jurídica, científica y pedagógicamente en las discrepancias existentes entre estos compañeros y compañeras. Consideran también que van a ser incapaces de provocar el acuerdo, que toda la vida académica ha estado y está llena de ejemplos como los presentados, y que si no hay problemas entre el alumnado y los padres de los mismos es mejor dejar así las cosas. Consideran, igualmente, que el controvertido y usado intencionadamente derecho a la “libertad de cátedra” ampara éstas y otras discrepancias.
En este estado de cosas parece preciso preguntarse si éstos y similares otros comportamientos y actuaciones de docentes y directivos están dentro del ámbito de su libertad de acción profesional, de su autonomía docente, de su derecho de libertad de cátedra. Para responder a ello conviene aclarar, desde los ámbitos jurídico y educativo, el concepto en cuestión.
La UNESCO, en 1977, en sus recomendaciones relativas a las condiciones del personal docente de educación superior afirmó: “El personal docente de la enseñanza superior tiene el derecho al mantenimiento de la libertad académica, es decir, la libertad de enseñar y debatir sin verse limitado por las doctrinas instituidas, la libertad de llevar a cabo investigaciones y difundir y publicar los resultados de la mismas, la libertad de expresar libremente su opinión sobre la institución o el sistema en que trabaja, la libertad ante la censura institucional y la libertad de participar en órganos profesionales u organizaciones académicas representativas” (aplicables posteriormente a todo el profesorado como así consagró nuestro Tribunal Constitucional en una de sus primeras sentencias, de 13 de febrero de 1981).
La libertad de cátedra se reconoce en el art.20.1.c) de la Constitución, así como en el art.13 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Supone la facultad que ostenta todo docente de transmitir sus ideas y convicciones científicas, técnicas, culturales y artísticas y de elegir el planteamiento teórico y el método, sin más límites que los establecidos en la Constitución y en las leyes y los derivados de la propia organización de los centros.
Conviene ahora conocer cuáles son los límites que la propia Constitución (CE en adelante), la Ley educativa y las normas organizativas de los centros marcan. El Art. 27.2 de la CE establece que “La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”. Es por ello que la libertad de cátedra jamás se podrá identificar con “el derecho del profesor o profesora a autorregular por sí mismo la función docente en todos sus aspectos, al margen y con total independencia de los criterios establecidos por la Administración educativa o por la propia Universidad”. Es decir, la libertad de cátedra, como todos los derechos, no tiene un carácter absoluto sino que es limitado (STC 53/1986 “todo derecho puede experimentar limitaciones o restricciones en su ejercicio, derivadas de su conexión con otros derechos”)
Cuando el Art. 20 de la CE, dedicado a las libertades de manifestación y de difusión del pensamiento, reconoce la “libertad de cátedra” ésta debe entenderse como libertad de expresión docente, o sea, libertad en el ejercicio de la docencia”. La libertad de cátedra no es, por tanto, sinónimo de libertad “de enseñar”, sino de libertad de expresión “en el ejercicio de la enseñanza”, por lo que la función docente delimita este derecho encauzando su ejercicio, que no comprende ni la libertad de no enseñar ni la libertad de expresar ideas ajenas al contenido de la enseñanza. Así es y debe ser tal y como el Tribunal Constitucional estableció (sentencia 217/1992, de 1 de diciembre) al señalar que la “libertad de cátedra consiste en la posibilidad de expresar las ideas o convicciones que cada profesor asume como propias en relación a la materia objeto de enseñanza”.
El propio Tribunal Supremo ha indicado que la programación general de la enseñanza prevista en el Art. 27 CE habilita a la Administración educativa para tomar medidas de tipo organizativo y limita la libertad de cátedra, “que no puede, en modo alguno, convertir a su titular en dueño de sus alumnos y ajeno a todo control”. Corresponde al Estado, a través del Gobierno legítima y democráticamente elegido y del resto de representantes del poder legislativo, fijar en los planes de estudios las competencias, los contenidos y los conocimientos mínimos que sean y son el común denominador mínimo exigible para la obtención de títulos académicos y profesionales oficiales y con validez en todo el territorio nacional así como las directrices generales comunes. Igualmente le corresponde la Inspección de los elementos del sistema educativo (centros, planes, programas, etc.).
El ejercicio de la libertad de cátedra no exime, por tanto, al profesor o profesora (en este caso a Esther y/o a sus compañeros) de su deber de explicar las materias de acuerdo a lo establecido en el currículo por la Administración educativa (en el que se regulan los elementos que determinan los procesos de enseñanza y aprendizaje para cada una de las enseñanzas y etapas educativas: objetivos, competencias, contenidos, metodología didáctica, y criterios de evaluación, estándares y resultados de aprendizaje evaluables).
Es en el ámbito de la evaluación del alumnado donde suelen entrar en conflicto varios intereses: por un lado, el del profesor a establecer los criterios que crea oportunos, en el ejercicio de su libertad de cátedra, por otro lado, el del alumno, que, dentro de su derecho a la educación, tiene el derecho a ser examinado y evaluado con objetividad y sin discriminaciones, y, por otro lado, el del centro docente (órganos directivos y órganos de coordinación docente) que pueden establecer criterios organizativos mínimos sobre el control y evaluación de los alumnos.
Los alumnos tienen derecho a una formación académica de calidad, que fomente la adquisición de las competencias que corresponden a los estudios que realizan e incluya conocimientos, habilidades, destrezas, actitudes y valores, así como a ser informados (a ellos o a sus representantes legales) de las normas y procedimientos de evaluación y del procedimiento de revisión de la calificación, así como a una evaluación objetiva y continua basada en una metodología de docencia y de aprendizaje.
Teniendo en cuenta que los estudiantes tienen derecho a ser evaluados objetivamente y a recibir las enseñanzas que están establecidas, la organización de los centros educativos debe garantizar a los estudiantes que van a recibir la prestación del mejor servicio público educativo posible. Es decir, la libertad de cátedra, como derecho individual del docente, no desapodera, en modo alguno, a los centros docentes de las competencias legalmente reconocidas para disciplinar la organización de la docencia dentro de los márgenes de autonomía que las leyes educativas les establecen (Auto del Tribunal Constitucional 457/1989) Por ello las autoridades académicas competentes (directivos, jefes de departamentos…) están legitimadas para tomar las medidas más adecuadas y garantizar, en este sentido, los derechos de los alumnos.
Estas medidas, que afectan tanto a cuestiones metodológicas como de evaluación, pueden abarcar desde la exigencia de coherencia del programa que se desarrolla con los contenidos de la asignatura/área/módulo hasta medidas que impidan que un profesor exija una carga de trabajos o de uso de una bibliografía excesiva en su asignatura, o no realice una serie de pruebas periódicas (adaptadas a las características de los estudiantes) para determinar adecuadamente el rendimiento de su alumnado. Tal y como afirma el Tribunal Supremo (Sentencia del 31 de octubre de 1988) el derecho del alumno a ser evaluado objetivamente se respeta “formalmente cuando, impartidas las enseñanzas de las disciplinas correspondientes, se van realizando de manera continuada y mediante, en su caso, realización de pruebas periódicas, evaluaciones del rendimiento escolar del alumno, por el profesor que las imparte, con arreglo a un temario”.
Según lo establecido por los tribunales, la facultad de los docentes a examinar y evaluar a sus alumnos mediante los criterios, procedimientos y efectos del resultado de dicha evaluación establecidos en las normas que regulan el derecho y el deber a la educación y el sistema educativo en general (en el que se incluye el ámbito de la autonomía de los centros educativos) “no forman parte de su libertad de cátedra”. Tampoco forma parte de la libertad de cátedra la posibilidad y las consecuencias de los procesos de revisión de calificaciones y/o del resultado final de la evaluación otorgado por un docente a un alumno.
A tenor de lo señalado anteriormente, podemos aseverar que el derecho de libertad de cátedra de los docentes no puede amparar la falta de acción de directivos y de responsables de coordinación docente de nuestro “imaginario” IES, para ejercer la autonomía del centro otorgada por las normas, de tal manera que, en la toma de decisiones, se garantice el mejor funcionamiento del centro (unidad de acción, entre otras), la mejor prestación del servicio público de enseñanza y los mejores resultados académicos. En ellos, la toma de decisiones organizativas, de la programación y desarrollo de los contenidos, determinación de acuerdos metodológicos, o procedimentales en materia de evaluación, etc., no es solo un derecho sino un deber a tenor de las funciones y tareas asignadas y de las atribuciones dadas a ellos por las normas para poder establecerlas y evaluarlas.
Podemos concluir diciendo que la libertad de cátedra, el libre examen y la discusión de las ideas son inherentes a la investigación, el aprendizaje y la enseñanza. Sin ellas es imposible el progreso histórico, el desarrollo de la ciencia y de la cultura. La sociedad espera de los docentes un espíritu de objetividad desapasionada, una disposición y amplitud de horizonte que se forma en la seria profesión de enseñar y formar ciudadanos desde el respeto y compromiso con lo establecido en las normas, ¿cómo alcanzar este propósito si no es a través de la libertad que sostiene el espíritu crítico y creador?
En palabras de Emilio Lledó, “lo que hoy es importante, lo que es creativo, es LA ENSEÑANZA DE LA LIBERTAD, no la libertad de enseñanza”.
Manuel J. Martín de Almagro Aldea. Inspector de Educación en Ciudad Real. Miembro de ADIDE CLM