Parece que ya hemos entrado en otro momento en nuestra lucha contra el COVID-19; es hora, pues, de preguntarnos de nuevo qué tenemos que hacer los católicos, miembros responsables de la Iglesia Santa, Pueblo de Dios. Lo apunté en la anterior colaboración: ser mejores cristianos. Y sin disimulos, contentos por llevar adelante el testimonio de Jesús, dado ante Poncio Pilato y el Sanedrín. “¿Queréis rendir alabanzas a Dios? Sed vosotros mismos el canto que vais a cantar. Vosotros mismos seréis su alabanza, si vivís santamente”, exclama san Agustín en una de sus homilías.
Tal vez piense alguien que mi exhortación es demasiado ambigua para la situación tan fuerte que estamos viviendo, en la que hay tantas cosas por hacer. La desmenuzaré con más pormenores, por si de esta manera explico mejor dónde quiero poner el acento. Pero no esperéis de mí una lista de acciones a llevar a cabo, que sea poco más que una declaración de intenciones; tampoco intento pergeñar un Plan de Pastoral. No, no se trata de hacer, sino de profundizar en lo que somos. Precisamente, una de las maravillas de nuestro bautismo consiste en que se opera en nosotros una creación nueva; la llamamos gracia de Dios, participación en la vida de la Trinidad. Esta gracia nos da una unión muy íntima, misteriosa y viva con Dios. Es la gracia y misterio de la adopción filial.
San Pablo narra las cosas más o menos de esta manera, para que no lo olvidemos: cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. Y la prueba está en que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre! (cfr. Gál 3,24-4,1-7). ¿Y realmente es esto lo que yo aconsejo hacer para este tiempo? Junto a otros muchos empeños, por supuesto. Pero repito que yo no quiero ahora indicar lo que hay que hacer, sino lo que hay que vivir. Serán muchas las cosas a llevar adelante, que sin duda serán buenas y con un buen programa; en lo que insisto es en que, en todo cuanto hacemos, hemos de vivir siempre el mandamiento nuevo de Cristo. Y les digo por qué, en mi opinión, esto es importantísimo y vital.
La adopción divina nos hace, en primer lugar, hijos de Dios. Transforma las relaciones del cristiano con Dios, que son, a partir de allí, relaciones de hijo a padre, y ya no de esclavo a amo. El primer efecto de esto es la libertad de palabra, la llamada parresía, según la expresión de los Padres de la Iglesia. Es el privilegio del ciudadano libre, basado en la igualdad con los demás ciudadanos. Los Padres retoman este lenguaje para expresar la condición de hijo de Dios en sus relaciones con su padre. Se goza del derecho de franqueza hacia Dios que es propio del hijo. Esta es la libertad de los hijos de Dios, “Porque realmente la perfección no consiste en abandonar la vida pecadora por miedo al castigo, como hacen los esclavos, sino temer solo una cosa, perder la amistad divina, y estimar solo una cosa, hacerse amigo de Dios, que es la perfección de la vida” (San Gregorio de Nisa, PG 44, 430 C).
Nuestra libertad, la que necesitamos imperiosamente en este tiempo para que no nos engañen más, es verdaderamente santa e inefable cuando dejamos de ser siervos para ser amigos del Señor de todas las cosas, cuando vemos venir a nosotros al Señor de todas las cosas como si fuéramos sus semejantes, como si tuviéramos el derecho de acercarnos a Él con la confianza y la libertad de un amigo. Sí, porque la adopción filial nos eleva muy por encima de la condición de siervo; nos coloca en una condición libre y de cierta igualdad con Dios. Jesús mismo nos enseña que se trata de una amistad cuando contrapone su amistad hacia nosotros con las relaciones entre amo y siervo: “Ya no os llamo siervos… a vosotros os llamo amigos” (Jn 15,15). “¿Qué hay más bello –escribe san Agustín– que hacerse amigo de Dios?”.
Por otro lado, al hacernos hijos de Dios, es decir, al hacernos hijos del Padre, la gracia coloca a nuestra persona en una relación muy especial con el Hijo único de Dios, en el Espíritu Santo. La relación con Jesucristo, Hijo de Dios, se entiende en sus dos aspectos principales. En primer lugar, se da una configuración con Jesús, una imitación, “Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rom 8,29). Pero esta imitación de Jesucristo no es solamente una reproducción exterior: es una participación en la vida misma de Cristo, una transformación en Él, que es la vida cuya vida se comunica al sarmiento. Así, las cosas no solamente deben ser configuradas a Cristo, sino llenas de la vida de Cristo. ¿Creen ustedes que no es urgente que recordemos esta sabrosa verdad, cuando aparezcan las dificultades por las que vamos a pasar después de estos meses de fuerte pandemia, que trae consigo una difícil situación económica para la gente? Todo el ejercicio de la vida cristiana consiste en desarrollar en nosotros la semejanza con Cristo, y en que cada uno de nosotros, mujeres y hombres cristianos, seamos una imagen que reproduzca los rasgos de Jesucristo.
La vida cristiana no es únicamente una vida como la de Cristo, sino una vida en Cristo, según la expresión de san Pablo: “Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28). Entre Cristo y los cristianos existe una unión vital. Como Él está en todos recibe en Él a todos los que están unidos a Él por la comunión de su cuerpo, los hace a todos miembros de su propio cuerpo, de tal modo que la multitud de los miembros forman un solo cuerpo. Aquí radica el aspecto social de la fe, los aspectos sociales del catolicismo. O, ¿acaso piensan que la caridad en la Iglesia es un vago sentimiento de solidaridad al uso, que apenas llegaría para formar una ONG? En el tiempo que seguirá en nuestra sociedad española, y aun mundial, se verá si hemos aprendido la lección del coronavirus y no volvemos a un ir cada uno a resolver su problema individual y comunitariamente: políticos a lo suyo y no hacer verdadera política, partidos políticos con miopía creciente, organizaciones sociales a su ideología, empresas, no todas ¡por Dios!, a su ganancia y casi todo el mundo a trapichear y chapucear la atención al bien común y a unos servicios cada vez más cortos para los descartados.
¿Dónde encontraremos fuerza suficiente para una sólida formación? ¿Cómo llevar adelante buenos colegios, institutos, universidades? ¿Lo dejaremos a lo que “digan los que mandan y se encargan de ello”? Porque el problema es que, en toda esta sociedad, en todos esos grupos, en todas estas realidades de nuestra sociedad hay católicos, cristianos bautizados. ¿Se notará la presencia de aquellos hombres y mujeres para los que la vida cristiana no es solamente una vida como la de Cristo, sino una vida en Cristo, según la expresión que le gustaba usar a san Pablo: “Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28)?
Hacen falta hombres y mujeres nuevos. Ya lo sois por los sacramentos que nos dan a Cristo resucitado. Pero hay poner más en valor, mejor, hay que vivir con intensidad la filiación divina, la relación con el Padre y con el Hijo, Cristo Jesús, en el Espíritu Santo, para ofrecer vida a un mundo sin alegría y triste, como hijos de la Iglesia, que no están esperando todo de los pastores, aunque necesiten de ellos, porque necesitan a Cristo. Esta transformación en Cristo, que nos hace hijos del Padre, es operada por el Espíritu Santo que mora en nosotros. Hemos celebrado en nuestra Liturgia el Verbo de Dios en su misterio pascual; estamos acercándonos a celebrar en Pentecostés al Espíritu Santo. ¿Os parece poco? Es lo que han vivido los cristianos desde los primeros tiempos: Pascua que culmina en Pentecostés.
En el discurso de despedida de Jesús, tras la última Cena, el Señor insiste en esto: “Yo pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la Verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está con vosotros” (Jn 14,16-17). Esta Presencia no la conoce nuestro mundo; tenemos que llevarla nosotros consigo, estemos donde estemos. Este es el Espíritu, quien, al ser Dios y proceder de Dios, se estampa, como lo haría un sello en la cera, en el corazón de quienes lo reciben.
Aquí está la fuerza de la Iglesia, la fuerza del cristiano, que nos une en torno a Cristo en la Iglesia, por la que hemos sido engendrados y dados a luz, para la salvación de los hombres. La vida ya no nos pertenece, pertenece a Dios y a los demás, comenzando por los más próximos, que son nuestra familia, nuestra comunidad, nuestro grupo cristiano, pero sin olvidar a cuantos van a necesitar de sentido, de orientación, de acogida, de amor, de nuestro tiempo y también de nuestros recursos.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo Emérito de Toledo