En el encuentro con la Samaritana (Jn 4,7), Cristo manifiesta con esas palabras

–dame de beber– mucho más que una necesidad fisiológica. Esa sed implica

en realidad un anhelo más profundo, un intenso deseo. También en la cruz,

antes de expirar, exclamará: «Tengo sed» (Jn 19,28). Por un lado, le brota del

corazón la expresión del amor infinito que Dios tiene a cada uno de nosotros.

Explica santa Teresa de Calcuta que, cuando vemos a «una chica y un chico

que se enamoran, ese amor es “Tengo sed”. Su amor es sed. Amor y sed son

la misma palabra.»

Por otro lado, nuestro Señor busca también suscitar en la Samaritana la

conciencia de su propia sed, de su necesidad de ser salvada de la situación de

pecado que la atenaza y de alcanzar la vida eterna, como se irá poniendo de

manifiesto a lo largo de la conversación.

Dios busca al hombre desde el principio de los tiempos: «¿Dónde estás?»,

gritará a Adán en el libro del Génesis. En esa actitud de búsqueda continua del

hombre nos lo presentarán también los profetas: en Jeremías, manifestando

por Israel un amor eterno; en Ezequiel, buscando a la oveja perdida; en Oseas,

tratando de atraer a Efraín con lazos de amor. Finalmente, en la Encarnación,

Dios nos muestra su amor de manera definitiva, enviándonos a su Hijo «para

que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

¿Por qué busca Dios al hombre con tanto ahínco? Lo busca porque tiene sed

de él; esa sed que es la misma palabra que amor, según Madre Teresa. Y un

amor infinito expresado en la Encarnación, porque, como recuerda la propia

santa, «Jesús es Dios; por tanto, su amor es infinito, su sed es infinita.»

Solo contemplando el amor que Dios nos tiene, podremos amar con ese mismo

amor a los hermanos. El amor es don que se recibe y se entrega, esa es la

dinámica del amor: «amor saca amor», decía santa Teresa de Ávila. Por eso,

en el Día de la Caridad, Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo,

el Señor nos llama a contemplar su amor y conocer el don de Dios, como a la

Samaritana. También hoy, desde la Eucaristía, Jesús nos dice: «Dame de

beber», «Tengo sed». Nos muestra su amor para sacar de nosotros amor.

Jesucristo en el Santísimo Sacramento, presencia viva y memorial de su

muerte y resurrección, es expresión de ese amor infinito, hasta el extremo, de Dios por el hombre. «Nadie, ni siquiera Jesús –afirma Madre Teresa– podría

haber pasado por todo ese sufrimiento si no estuviera enamorado.»

Este mismo amor, eterno, infinito, hasta el extremo, es el que ha sido

derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rm 5,5). No para que

lo retengamos, sino para que demos gratis lo que hemos recibido gratis (Mt

10,8). Es la lógica del don, en expresión acuñada por Benedicto XVI.

Una vez que hemos conocido y hemos creído el amor que Dios nos tiene,

podemos ver a Jesucristo en los demás hombres diciéndonos con insistencia:

«Dame de beber». Ese amor conocido y recibido nos capacita para mirar la

realidad con los ojos de Dios, gracias a la fe; para descubrir en el prójimo a

«Cristo en angustioso disfraz», como lo veía santa Teresa de Calcuta.

Por eso, los voluntarios y técnicos de Cáritas no estamos llamados

simplemente a satisfacer unas necesidades materiales. Estamos llamados,

ante todo, a conocer, contemplar y acoger el amor que Dios nos tiene y, en

consecuencia, a comunicarlo a los demás siendo para ellos signo y expresión

de ese mismo amor. Como decía el beato (pronto santo) Carlos de Foucauld, si

nos preguntan por qué hacemos el bien, que podamos responder: –porque soy

siervo de Alguien mucho más bueno que yo.

Parafraseando a un conocido héroe de cómic, un gran don conlleva una gran

responsabilidad. ¿Podemos imaginar qué pensaríamos de alguien que,

habiendo hallado la vacuna definitiva contra la COVID-19 se la guardara para

sí? Sin embargo, los fieles cristianos actuaríamos mucho peor si, habiendo

recibido gratuitamente el don del amor de Dios, teniendo en nuestro poder el

antídoto contra el pecado y la muerte, la medicina definitiva que nos alcanza la

plena felicidad eterna, les diésemos a nuestros semejantes solo pan, techo y

trabajo, hurtándoles el conocimiento del gran tesoro que es el amor de Dios

comunicado a los hombres.

Es misión de la Iglesia, de Cáritas, descubrir a Cristo en angustioso disfraz en

quien nos pide de beber. Pero también lo es saciar la sed de amar y ser amado

que anida en el corazón de todo hombre; anhelo que solo Dios –como

bellamente expresó san Agustín– puede definitivamente colmar.

Desde esta misión fundamental podremos acometer, si Dios quiere, multitud de

tareas que ya no serán meramente humanas al hacerlas con el amor de Dios:

luchar contra la pobreza, defender la vida y la dignidad humanas, empeñarnos

en la protección y el cuidado de la creación… pero siempre sabiendo que una

sola cosa es necesaria, en palabras dirigidas por Jesús a su amiga Marta (Lc

10,38).

Como nos recuerda el Señor en el Evangelio, nadie cosecha higos de los

espinos ni uvas de las zarzas (Lc 6,44). Por eso, el que se acerca a la Iglesia

espera recoger un fruto que solo en ella puede encontrar: al Dios que es amor.

A nadie le interesa una higuera que no dé higos o una vid que no dé uvas. Del

mismo modo, a nadie aprovechará una Iglesia que ofrezca como frutos mera

solidaridad y justicia social, simple ecologismo o un vago sentimiento de religiosidad universal que pueda encontrarse en cualquier otra institución o

grupo social. A cada árbol, su fruto.

Es cierto que vivimos tiempos difíciles: desesperación, pobreza, suicidios, una

pandemia que está golpeando especialmente a los más vulnerables, una

cultura de la muerte que promueve el aborto y la eutanasia, división doctrinal

dentro de la Iglesia y, sobre todo, una falta de conciencia de pecado y una

apostasía generalizada. Sin embargo, estos son nuestros tiempos. Podemos

decir, con el beato (san) Carlos de Foucauld, que las dificultades no son un

estado pasajero que haya que esperar que pase para actuar; las dificultades

son el estado normal.

El Evangelio siempre se abrirá paso en tiempos difíciles, con persecución y con

cruz. Por eso, nuestra confianza es el amor de Dios. Un amor omnipotente,

capaz de transformar las peñas en estanques y el pedernal en manantiales de

agua. Y, lo que es más importante, capaz de convertir nuestros corazones de

piedra en un corazón como el suyo.

Que esta solemnidad del Corpus Christi, Día de la Caridad, nos ayude a

abrirnos al amor de Dios, que brota de la Eucaristía, y al amor a nuestros

hermanos. Al final de esta vida mortal no se nos preguntará si hemos realizado

obras portentosas, si hemos erradicado la pobreza o hemos salvado el planeta,

sino si hemos amado con el mismo amor con el que nos ama Dios. Dando de

comer al hambriento y de beber al sediento; vistiendo al desnudo; acogiendo al

extranjero; visitando al enfermo y al encarcelado; pero, ante todo, amando a

Cristo en ellos y comunicándoles el infinito amor de un Dios enamorado de su

criatura.

Antonio Espíldora García. Director de Cáritas Diocesana de Toledo