El cristianismo es una religión histórica, originada precisamente por la llegada de la “plenitud de los tiempos”, y marcada por hechos y fechas precisos, hasta el punto de que en su Credo aparece el nombre de Poncio Pilato, el último responsable de la muerte de Cristo. En el siglo XX sucedieron, como bien sabemos, acontecimientos históricos de enorme importancia, y también de un enorme significado religioso: las dos guerras mundiales, nuestra guerra civil, tantos otros conflictos, sociales, pandemias, hambres y guerras locales. Y el significativo movimiento emigratorio. Todos estos eventos han sacudido a la sociedad, y de ellos igualmente surgieron movimientos anticristianos y antirreligiosos. Ideas ajenas a la visión cristiana de la realidad, en ocasiones opuestas a ella, han alcanzado gran difusión e influjo.
Ahora mismo, tras salir del estado de alarma por el Covid-19, quiero pensar que son muchos los grupos, colectivos, organizaciones sociales que están dispuestos a trabajar para afrontar las consecuencias de todo tipo que la pandemia ha dejado, además de cuanto hagan los gobiernos, el de España y los autonómicos en proyectos y ayudas. ¿Cómo vamos a trabajar en ellos cuantos formamos la Iglesia católica y otros cristianos? Sin duda que los hijos de la Iglesia viven en medio de una sociedad concreta y pueden participar en cuantos campos piensen que son necesarios para afrontar esta situación compleja y difícil.
Pero sería conveniente que los católicos, a la hora de actuar, pensáramos que se han debilitado las vigencias religiosas, también entre nosotros; se ha atenuado la conciencia del dramatismo de la vida humana, de la posibilidad de salvación o condenación. Es decir, en grandes multitudes, se ha disipado la esperanza en la vida perdurable después de la muerte. Se han atenuado los planteamientos propiamente religiosos, en beneficio de otros, sin duda interesantes, pero secundarios, referentes a asuntos económicos, sociales o políticos. Con otras palabras, a mí me preocupan las cosas que le han pasado al cristianismo, pero me preocupan también “los cristianos”, que confían, sí, en que nada puede abatir o destruir al cristianismo; que no hay que tener miedo del futuro de la fe. Pero a muchos de estos cristianos se les olvida que tienen que actuar sin separar la fe de la vida y lo que en ella ocurre.
Y aquí está el núcleo de la cuestión. Porque ahora en el cristianismo tendemos a no funcionar primariamente como religión, sino como otras cosas que “también” es el cristianismo: una moral concreta, o una interpretación de la realidad, y principio de convivencia, y también el fundamento de una sociedad, y hasta un instrumento de poder… Por esta razón, con enorme frecuencia se pierde la perspectiva justa de la fe. Por supuesto que esta perspectiva no se la descarta; pero se la desvirtúa. Es decir, se mantiene una creencia “nominal” en Dios, pero sin detenerse en Él; se lo toma como “punto de partida” para ir a otras cosas, que son las que de verdad interesan. No hay que partir de Dios, sino que hay que quedarse. Quiero decir que, religiosamente, Dios interesa por sí mismo. Y esta perspectiva es la que parece que estar desvaneciéndose en nuestra sociedad.
Se ha debilitado bastante la conciencia de misterio, la admiración –en el grado sumo que es la adoración– por su grandeza, su bondad, su supremo valor. Se pronuncia el nombre de Dios para seguir hacia lo que importa, y que puede ser importante –¡quién lo duda!–pero que en el orden de la realidad es secundario, y en la perspectiva religiosa del católico, literalmente subordinado. Por eso hay tan pocos católicos en los partidos políticos y es tan leve su papel. No estoy abogando por partidos políticos confesionales católicos. Por supuesto.
Se pasa por alto el amor a Dios, porque es una noción compleja y difícil, dicho sea de paso, y se lo disuelve en un vago “amor a los hombres”, cuanto más abstractos y lejanos, mejor, ya que raramente se trata del prójimo/próximo. Es curioso cómo se va evaporando lo que fue el torso de la fe cristiana: la gratitud a Dios creador. Tal vez como consecuencia de no sentir mucha gratitud por la existencia de la misma realidad. Y la visión de Dios como Padre, que tanto nos reveló Jesucristo por ser el núcleo central del cristianismo, se ve arrastrada por el descrédito actual de lo que se llama “paternalismo”, que suele confundirse con la paternidad. Sabemos esto. Y que incluso el poder de Dios es sospechoso, como si se tratara del poder de un dictador. De manera que cuando se predica la hermandad entre los hombres suele olvidarse su fundamento, la paternidad divina, nuestra común filiación respecto de Él.
Quiere decirse que, si Dios es “padre”, la relación con Él no es de mera dependencia, sino de filiación; aparece como “Tú”, y el ser humano como “yo”; por tanto, Dios es alguien –y no algo– y yo soy alguien a quien Él llama también “tú”. Esta realidad no se puede debilitar entre nosotros en estos momentos cruciales para España, Europa y el resto del mundo, porque está basado tanto en la humanidad de Cristo, el Hijo, como en la divinidad del que es el Verbo eterno. Y todo por el Espíritu Santo, el dador de vida. ¿Se ha de tener en cuenta este fondo de la fe cristiana, o hemos de ocultarla como algo “misterioso”, que no lleva a nada importante para la vida de hombres y mujeres menesterosos y con miedo tras el covid-19? Sería volver la espalda a esta realidad humana. Por eso, la evaporación de la religión como tal significaría que la fe cristiana no podría proyectarse a otros planos donde se juega la vida de las personas. Hay, pues, que sentirse bajo la mirada de Dios y en sus manos, pero en libertad.
Cuando digo: “Me siento en las manos de Dios”, quiero decir no solo protegido, sino también dependiente, sujeto a su poder, sin restricciones, incondicionalmente: en sus manos. Y así me siento libre. Dios, que me ve, me deja solo; me tiene en sus manos, pero me quiere libre; podríamos decir que me pone en libertad, y ésa es precisamente la condición humana. Por eso a veces parece que “nos deja de su mano”, como se ha podido ver en esta pandemia.
La religión consiste, claro está, en una referencia a Dios, pero no genérica, abstracta, sino que afecta a los detalles de la vida, a la totalidad de sus momentos y contenidos. Dios no es un añadido en mi vida, sino que Él es descubierto en la vida cuando se la deja ser religiosamente. Pienso que la crisis religiosa de nuestro tiempo consiste, antes que en una perturbación de la relación del hombre/mujer con Dios, en una verdadera mutilación de la realidad humana. Lo dicen los que han vuelto a esa relación con Dios, perdida en algún momento: la realidad humana se la reduce a partes o elementos de sí misma, en lugar de intentar mirarla en su integridad, tal y como es, nos guste o no: mundana, corpórea, sexuada, libre, mortal.
Con frecuencia, de la vida se intenta olvidar la historicidad del mundo o se prescinde de su estructura entre los cristianos; se elimina la sexualidad o se deja fuera que es precisamente humana, es decir, personal; se vuelve la espalda a la muerte o se interpreta la vida en función solo de la muerte. Hasta hace no mucho tiempo, el cristiano vivía la condición dramática de la vida en su forma más radical y rigurosa: la alternativa salvación/condenación. Cielo e infierno se presentaban como el horizonte último de la vida, lo cual suponía que se aceptaba la vida perdurable. Ella era la que mantenía viva la creencia en la otra vida. Pero nuestra época ha decidido omitir esa alternativa: salvarse, ¿de qué? Tal vez nosotros la admitimos, cómo no, pero hemos de afrontarla como dice el Credo: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. ¡Son tantos los hombres y mujeres que dan por supuesto que después de la muerte no hay nada! Eso cambia mucho las cosas, a la hora de mirar el futuro inmediato de nuestra sociedad, que quiere “empezar una nueva fase”, que pomposamente se ha llamado “la nueva normalidad”. ¿Dicha denominación es algo más que un nombre?
Un ejemplo nos ayudará a tener mayor claridad en este tema: la vertiente religiosa o no de la justicia social. El tema apasiona sobremanera a los hombres y mujeres de nuestro mundo. Muchos cristianos la han descubierto recientemente, hasta el punto que se identifica la religión con la justicia social. Algo sin sentido. Pues Dios interesa por sí mismo, y de Él se derivan para el hombre innumerables cosas. Que una de ellas sea la justicia social, no lo dudo, pero, más allá de la justicia social, hay cantidad de cosas que importan.
Pero, una vez aceptado el valor de la justicia social, y que es irrenunciable, se encuentra uno con que no está demasiado claro en qué consiste. ¿Males = injusticia? Sería absurdo considerar como injusticias los males provenientes del clima, los terremotos, las pandemias, los accidentes, la enfermedad, la vejez; solo cuando los males tienen que ver con la condición social del ser humano y su voluntad. Con otras palabras: justicia social es aquella que corrige una situación que envuelve una injusticia previa que invalida las conductas justas, los actos individuales de justicia. Puede consultarse a Julián Marías, La justicia social y otras justicias, Madrid 1974.
Este filósofo, católico, afirmaba que la más atroz injusticia que se puede cometer con un ser humano es despojarlo de su esperanza. Y piensa en las personas a quienes vemos viejas, enfermas, paralíticas, ciegas, sordas, doloridas, o en circunstancias personales en que la felicidad se ha desvanecido aparentemente sin remedio. Van hacia la muerte, más o menos despacio. Siempre le conmovieron a nuestro filósofo esos hombres o mujeres que, al final de su vida, sin calidad de vida que decimos hoy, rezan en una iglesia y reciben la comunión, que les recuerda la promesa de la vida eterna; es decir, la esperanza.
Quienes se dediquen a minar esa esperanza, a destruirla o por lo menos a hacerla olvidar, son despreciables. Y lo grave es que pueden hacerlo en nombre de “la justicia social”; eso no es justicia, es injusticia. Cuando alguien no espera la otra vida, ¿cuál es su situación si ésta ya no le ofrece más que infelicidad? Hoy vemos a hombres y mujeres empujados a la desesperanza, despojados además de la expectación de la vida perdurable. He ahí la máxima injusticia social. Se dirá que nuestros contemporáneos, los que no confían en la inmortalidad ni esperan otra vida después de ésta, no parecen demasiado infelices. A don Julián Marías esto le parecía lo peor, porque además de perder el horizonte han perdido la conciencia de lo que es vivir.
El cristiano, feliz o desdichado, favorecido por la fortuna o perseguido por ella, bien o mal dotado, pecador o relativamente justo, se ha sentido siempre real, existente para siempre, responsable de sus actos, capaz de dignidad. Privarnos de ello parece una injusticia. Además, hoy se intenta también convencerlo de que no es libre, y que está determinado por las condiciones psicofísicas o económico-sociales, de que no es persona; no alguien sino algo. Si careciéramos de libertad, la palabra justicia carecería de todo significado.
¿Qué valdrían los recursos económicos, que son casi los únicos de los que se habla? ¿No son necesarios? Claro que lo son; pero literalmente secundarios respecto a otros recursos. Si el ser humano no tiene libertad, ¿de qué le sirven los recursos? Cuando vemos hoy a tantos hombres y mujeres cerca del final de sus vidas, o cuando éstas, temporalmente, han dejado de ofrecerles la posibilidad de ser felices, creo que nos debería aterrorizar si nosotros fuéramos responsables de haber contribuido a quitarles la esperanza y el sentido de su doliente humanidad. No lo permita el Señor.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo
Firma invitada del Grupo Areópago