Si cada ser humano lleva en sí mismo una sed de encontrar la felicidad, la paz y la alegría, estos sentimientos aparecen tal vez con más fuerza en los jóvenes, al menos a la hora de exteriorizarlos y buscar hasta encontrarlos. Parece, sin embargo, que esto sea un problema a la hora de cumplir con las medidas sanitarias necesarias, pasado ya el tiempo del estado de alarma, pues muchos quieren divertirse a cualquier precio, incluso saltándose las normas sanitarias. No siempre son los más jóvenes los que faltan a la responsabilidad cuando rompen con las distancias necesarias en la relación entre personas y no llevan mascarillas; otros, con más edad, se comportan como adolescentes sin sentido común ante el evidente peligro del covid-19. Pero es que llevamos mucho tiempo comportándonos de este modo: sin responsabilidad. Y en gran parte se ha enseñado así a la gente desde hace alguna generación. Son quienes parecen sólo vivir para el espectáculo y la diversión de fin de semana; el espectáculo lo servían en una enorme proporción las concejalías de fiestas y festejos, para que “estuvieran contentos”.
Me dirijo ahora a los jóvenes católicos y os pido que penséis en estas palabras que el Papa Juan XXIII, hoy santo, y que no conocisteis, dijo en una carta famosa: “Todo creyente es llamado a ser, en el mundo de hoy, como un destello de luz, un centro de amor y un fermento de toda la masa. De hecho, la paz no podrá reinar entre los humanos, si ella no reina primero en cada uno de ellos” (Encíclica Pacem in terris, 164-165). Si los jóvenes católicos se toman en serio su vida cristiana, por su propia vida se convierten en focos de luz, y brillarán allí donde se encuentren. Porque el problema que tenemos entre manos en esta sociedad del espectáculo es el de siempre: ¿Cómo ser feliz? ¿Cómo se consigue? ¿Basta la juerga organizada que alegre nuestra pobre vida? ¿Necesito de forma imperiosa que se organice todos los fines de semana para no aburrirme y, en verano casi todos los días, fiestas, botellones o similares?
A eso es a lo que nos han acostumbrado, caiga quien caiga, pase lo que pase (“la juventud pide…”, es el lema). Tenía muy cerquita de mí al Papa Juan Pablo cuando, en Cuatro Vientos en 2003, animaba a unos 700.000 jóvenes a la contemplación y a considerar la vida interior que cada ser humano tiene. Y es que cuando asciende hasta nosotros esa alegría que brota del Evangelio, ésta nos aporta un soplo de vida. “Consulta tu corazón, expulsa la tristeza, pues la tristeza no te aportará ningún bien”, dice el libro de Jesús ben Sira, llamado Eclesiástico 30,23.
Porque estamos ante un problema de tristeza y alegría, de amar y ser amado. Estoy seguro de que Dios nos concede siempre caminar con un destello de bondad en el fondo del alma, aunque nuestra vida fuera en su conjunto depravada. Y lo que hace falta es que este destello en los jóvenes católicos se convierta en llama que incendie. Llegados aquí, alguno de vosotros se habrá ya preguntado: Pero, ¿cómo ir a las fuentes de la bondad, de la alegría, e incluso a las de la confianza, de manera que no necesite absolutamente de espectáculo para ser feliz? ¿Cómo persuadir a aquellos, que no creen en el fondo en Dios, de que nos abandonemos en Él y, así, encontremos el camino para la verdadera alegría? Es verdad, son muchos los jóvenes que viven como si Dios no existiera. Eso es un problema, pero no hay que forzar a creer a nadie, sino ofrecer y persuadir con valentía.
Lo que los jóvenes creyentes deben saber y mostrar es que lo paradójico para el ser humano es que sólo puede realizarse (salvarse) superándose a sí mismo, consiguiendo así la felicidad; pero para ello necesita de Cristo, de su ayuda que llamamos gracia santificante. El ser humano no puede por sí mismo conseguir la felicidad, pero la desea; dígase lo mismo de la salvación; está hecho para ello. Y como no es fácil conseguir la felicidad y no pueden pedírselo a Dios por Jesús, porque dicen no creer en Él, en esta situación muchos padecen una violencia interior. Sí, es una violencia interior, que aparentemente no tiene explicación, pues carecen de pocas cosas. Pero, en el fondo, es lógica esta violencia interior que sienten dentro de ellos. Ya decía el profeta Isaías, en siglo VIII aC.: “Mi alma te ha deseado durante la noche, Señor; en lo más profundo de mí, mi espíritu te busca” (26,9).
Hay que persuadir de que ese deseo, del que habla el profeta, es depositado en el corazón humano por el mismo Creador desde toda la eternidad; es un deseo de comunión con Dios que da sentido a la vida. Y alcanza lo más íntimo, las profundidades de nuestro ser. Pero como dicen no creer en Dios, no se acercan a las fuentes de la alegría verdadera. Creo que ahí nace ese no estar contento con nada y esa violencia de la que antes hablábamos, que tantas veces lleva a una vida “a lo que salga, a vivir la vida” aprovechando cuanto de placentero se ponga a nuestro alcance.
Decimos que conocemos a Jesús. ¿Sabríamos decirles a tantos de estos jóvenes que no le conocen una palabra directa y exacta acerca del Salvador? Que Él es nuestro tesoro, nuestra alegría, promesa y esperanza, nuestro camino, verdad y vida, el Hermano, el Compañero, el Amigo por excelencia, el que puede decir con plena verdad que “conocía al hombre y mujer por dentro” (Jn 2,25). Y no olvidéis: Jesús es el enviado de Dios, siendo su Hijo, no para condenar al hombre, sino para salvarlo. Nunca somos privados de la compasión de Cristo. No es Dios quien se mantiene alejado de nosotros; somos nosotros los que a veces estamos ausentes.
Dios os llama, queridos jóvenes, en Jesús a volveros hacia vuestros hermanos, para sea posible que cada uno reconozca el rostro del Señor. Es igualmente grande reconocer la presencia de Cristo incluso en los más abandonados y en los más despreciables a los ojos del mundo. Si te preguntas qué es lo que quiere Dios de mí, la respuesta puede ser muy variada, pero seguro que Jesús os pide que seáis un reflejo de su presencia en el mundo. Presencia del Crucificado pero Resucitado, el que venció a la muerte y nos da participar de su vida resucitada que vence a la muerte. Jesús no ha venido a la tierra a crear una religión más, sino a ofrecer a todos una comunión con Él. Sus discípulos son llamados a ser humildes fermentos de confianza y de paz en la humanidad, que apenas cree en esa paz, y responde a la violencia con la violencia.
Es posible que muchos jóvenes católicos sintáis que estamos viviendo un periodo de tiempo en el que no conseguimos tener conciencia de que Cristo se mantiene muy cerca de nosotros. Tal vez ocurra entre vosotros que pensáis que esa tarea de crear esa conciencia es propia de los curas. También, pero no únicamente. Recordad lo que sucedió la tarde de Pascua: los dos discípulos, a los que acompañaba Jesús hasta la aldea de Emaús, no se daban cuenta de que Él caminaba a su lado (cfr. Lc 24,13-35).
¡Qué grande es el misterio de su presencia! Es la fuente de la alegría. Él nunca nos dejará, siempre estará con nosotros. Si te atreves a aceptar este amor eterno de Jesús y comunicárselo a otros jóvenes, lee al profeta Jeremías (31,3) o lo que dice el mismos Jesús en Jn 14,16-18.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo Emérito de Toledo