Para responder a esta pregunta, hay antes que considerar la variación cotidiana, la que se expresa en las noticias, la que registran los medios de información. Porque esta variación encubre algo muy a tener en cuenta: nuestros contemporáneos, a base de saber lo que “pasa”, rara vez se enteran de lo verdaderamente pasa, en tantos campos de la información, también en la información sobre la Iglesia, el cristianismo y los cristianos. De esto último tenemos los hijos de la Iglesia no toda, pero sí, mucha culpa.
Vengamos a la historia de la Iglesia desde, más o menos, 1960. Era nuestro Papa Juan XXIII, hoy santo canonizado. Durante largo tiempo el cristianismo, pero centrándonos en la Iglesia Católica, tuvo cierta hostilidad al presente, con cierta repulsa de los “errores de nuestro tiempo”. El Concilio Vaticano II significó, entre otras cosas, un admirable despertar para la renovación religiosa. Pero, sin duda, tras el Concilio, muchos aprovecharon para ir por una ruta nueva, imprevista tal vez, que yo calificaría ahora de aprovechar el deslumbramiento de las cosas grandes que significaba ese concilio, para, frotándose los ojos, entrar en una confusión a la hora de andar el camino postconciliar, un camino lleno, sin duda, de encrucijadas, pero muy prometedoras. Hay que explicar esto, pues me estoy remontando a los años de 1965 en adelante.
La Iglesia, desde la modernidad del Siglo de las Luces, en muchas ocasiones se desentendió de lo humano, centrándose en lo divino como referencia esencial. ¿Se hizo bien actuando de este modo? Tal vez era comprensible, pero no es hora de enjuiciar el pasado. ¿Se hizo lo contrario en el postconcilio, venciendo la tendencia a la horizontalidad, hacia lo humano? Sin duda que muchos fueron al lado contrario, cuidando de proyectar al ser humano sobre un solo plano, el de lo económico-social, la justicia social, lo político en un tiempo complejo y difícil. Pero pienso que esa no fue la finalidad primordial del Concilio y la que siguieron la mayoría de los católicos. Además, cuando se deja lo humano sin espesor, se empobrece, se mutila, quitando su carácter sacro a la misma religión, a la fe católica. Hay quien se ha preguntado, por ello, cómo puede ser Dios de vivos el que solamente tendría que ver con los que necesariamente han de morir, si éstos no fuesen más que muertos y se ocuparan únicamente de la vida de tejas para abajo.
Por ello, en mi opinión, tras tantos avatares vividos por la Iglesia en estos años postconciliares e inmersos en el presente covid-19 y sus consecuencias, hemos de tender ahora a no desvirtuar ni atenuar lo religioso, ni debemos ser anegados de nuevo con una ola de “temporalismo” aparente. La fe católica, nuestra religión, no puede reducirse a nada distinto de ella misma. Por ejemplo, hemos de alejar de nosotros la idea de que “la religión es freno”. Nuestra fe es y ha de ser un acicate hacia lo mejor, un estímulo vivificante. No tenemos que tomarla como guarda pretoriana de “un orden establecido”. Pero no repugna menos dar un giro y convertir el cristianismo en una especie de “orden tercera” de no sé qué revolución política. Y mucho menos en una ONG, que rivalizara con la Seguridad Social.
El cristianismo, precisamente por centrarse en Dios mismo, suprema realidad, en su paternidad, en su condición de creador y en la encarnación del Verbo del Padre, tiene que descubrir el carácter sagrado del mundo, de toda la realidad, del ser humano hombre y mujer. Y ha de tener muy en cuenta a los más necesitados, como hermanos de un mismo Padre, luchar por los más pobres y descartados. Pero no como si se tratase de una moda, amoldándonos a lo políticamente correcto. Decimos que la fe no debe apartarnos de la vida; tampoco la caridad en la Iglesia debe alejarse del día a día de lo que sucede en este mundo. Y la esperanza cristiana ha de hacer de nosotros personas ancladas en esta vida, pero mirando a la eterna. Estamos en el ser de la Iglesia, en sus tres grandes campos de su actividad. El catolicismo suspicaz y defensivo debe entender que sólo puede existir en libertad. No podemos renunciar a entender el mundo, pero no con sus mismas armas, como ocurre cuando buscamos una “apertura” a él aceptando las vigencias sociales –lo que se lleva, lo políticamente correcto, los valores solamente– y no el esfuerzo tenso por comprender el mundo en su radicalidad y en toda la complejidad que en él descubre una mirada potenciada por la Revelación de Dios y su gracia para superar las dificultades con la virtud de la fortaleza.
Es claro que la relevancia primaria a Dios y la consideración de Él como creador, padre de criaturas hechas a su imagen y semejanza, elevadas mediante la Encarnación, no pueden llevarnos a un abandono o negligencia del mundo, sino justamente a lo contrario: a su cuidado, a una vigilante atención, que sería la imagen humana de la providencia. Desde una perspectiva estrictamente religiosa, debemos admirar el mundo como creación de Dios. La anulación de la admiración por el mundo, por lo creado, es la inversión de la actitud del Creador al término de cada jornada, al hacer el mundo: “Y vio que era muy bueno”.
Por ello, el desvío de Dios y el no tenerle en cuenta por parte del ser humano desemboca en el desprecio del hombre y la mujer, de modo que, en el fondo, se les considera a éstos utilizables, como si fueran un medio y no un fin. ¡Lo hemos visto tantas veces! La religión (y la fe católica) es, según la etimología de esta palabra, vinculación o religación a Dios; según otra, es escrupulosidad, rigor, incluso esmero, como cuando decimos que cumplimos algo “religiosamente”. Ambas interpretaciones son complementarias. La religión es lo contrario de la negligencia, e impone el aprecio y cuidado de este mundo de lo creado, como exhorta el Papa Francisco en su encíclica “Laudato sí”. Pero vivir religiosamente es lo contrario del “lo mismo da”, del abandono, hecho de desprecio, de la convicción de que “todo está permitido” porque nada merece la pena. ¿Tendrán algo de esto aquellos que ahora desprecian las medidas sanitarias impuestas por el covid-19, que sigue entre nosotros? Dicen que son sobre todo los jóvenes.
Es del todo recomendable que la creencia viva en la plenitud y bondad de la realidad humana se mantenga en nuestra sociedad. Dios es el que más cree en nosotros, el que más se toma en serio el destino irrevocable del ser humano, de todo ser humano, hombre y mujer, enfermo o sano, con capacidades diferentes o no, mayor o joven, tenga o no posibilidades económicas para vivir o se encuentre en necesidad. Siempre, no según convenga a los que gobiernan. Si todo es deleznable, pasajero e inconsciente, cuando afirmamos: “¿qué más da?”, no merece la pena implicarse en el bien común, en creer que “otro mundo es posible”, pues no se puede hacer nada. No es eso lo que piensa nuestro Señor Jesucristo. Basta leer los Evangelios y ver cómo Él actuaba y quiere actuar hoy con nosotros, miembros del Cuerpo de Cristo, que es su Iglesia.
Que no nos ocurra algo parecido a lo arriba descrito, pues así el horizonte se contrae y se vive en un mundo afectado por una esencial miopía. Si hacemos lo contrario, lo humano adquiere importancia, gravedad y valor, y, por tanto, es infinitamente respetable, cuando se lo ve como destinado a ser para siempre y reflejar el esplendor de la Divinidad, porque es el esplendor de la verdad. Imaginaos si convencemos a los que nos gobiernan de algunas de estas convicciones nuestras. Muchos problemas desaparecerían, pues está basados en pura ideología, de género o de otro tipo en tantos campos: nuevas leyes, disposiciones, que han de estar más allá de lo que piensa este o aquel grupo político. ¡Qué menos que exigirles a los elegimos y pagamos que piensen en servir, y no en servirse del poder, para el bien de todos!
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo