El sufrimiento forma parte de la vida. Así nos lo enseñaron nuestros padres, y a ellos los suyos, y a nuestros abuelos sus mayores. A nadie nos gusta sufrir porque causa en nosotros dolor, desesperanza, miedo. Sin embargo, quien ama sufre, como sufre quien vive.
El bienestar y la prosperidad alcanzados en Occidente han contribuido indudablemente a que vivamos mejor, y ello es bueno. Pero, al mismo tiempo, nos ha hecho olvidarnos del sufrimiento como parte de la vida, provocando con ello un doble efecto reflejo: de un lado, nos ha llevado, siquiera de forma inconsciente, a creernos dioses, invencibles, inmortales; de otro, conectado con lo anterior, ha provocado en nosotros un claro rechazo al sufrimiento y una evidente indiferencia ante el sufrimiento de los demás. Dicho sencillamente, quizás porque hemos perdido en cierto sentido nuestra capacidad de amar, no nos importa nada salvo nosotros mismos; no buscamos nada que no sea satisfacer nuestros propios deseos. Precisamente por ello, cuando llega el sufrimiento, somos incapaces de afrontarlo, de asumirlo, de luchar contra la situación que lo provoca y buscar en ella un sentido para nuestra vida, y optamos por ignorarlo o, sencillamente, querer dejar de vivir.
Obviamente, estas afirmaciones implican generalizar y, por ello, pecan de reduccionistas –porque no todo el mundo piensa y vive así–, pero permiten explicar un signo de nuestro tiempo que nos está conduciendo paulatinamente una degeneración social sin precedentes.
La eutanasia o el aborto, por señalar dos ejemplos paradigmáticos, son expresiones de esta realidad. Incluso también la forma en la que estamos gestionando la pandemia; no en vano, estamos dejando a nuestros mayores y a nuestros pequeños a su propia suerte. Hemos oído en boca de dirigentes políticos cómo el alto porcentaje de fallecidos en las residencias tenía su explicación en que en ellas se encuentran personas no válidas; estamos viendo cómo hemos sido incapaces de preparar nuestro sistema educativo para que los niños puedan seguir creciendo como personas. Y permanecemos indiferentes; su sufrimiento parece importarnos poco como sociedad.
Otra manifestación de esta realidad es el hecho de que desviamos con facilidad nuestra atención de la terrible situación que estamos viviendo, restando importancia a la profunda crisis económica y social generada, como si no fuera a afectarnos, y creando un mundo paralelo, irreal, inventado, en el que “todo va a salir bien”. A nivel personal, seguimos viviendo y actuando como si nada hubiera pasado; a nivel político, las prioridades están muy alejadas de luchar unidos para superar la pandemia. El sufrimiento de miles de personas que padecen las consecuencias que ha traído consigo esta situación de forma inesperada es irrelevante.
El sufrimiento –el que padecen personas a las que conocemos e, incluso, el que afecta a quienes son anónimos para nosotros– ha de conmover nuestros corazones, remover nuestras conciencias y conducirnos a actuar pensando en el bien común. No sólo están en juego la vida y la dignidad de muchas personas; también la pervivencia de nuestra propia civilización.