En nuestra lucha contra el covid-19 hemos de cambiar continuamente de estrategia, pues el virus nos obliga a nuevos protocolos, nuevos modos de relacionarnos, nuevos métodos de encarar la pandemia, etc. Todo menos entregarnos a la rutina o no hacer nada positivo para los demás, en la medida de nuestras posibilidades. Hemos, eso sí, de movernos menos de un lado para el otro, estar más en casa y evitar llevar a cabo acciones innecesarias sin justificación, pues podemos dejarlas para otros momentos en un futuro cercano. Es también una nueva actitud, la que se nos pide en la situación que vive nuestro pueblo. Y creo que ahora se exige de nosotros virtudes nuevas y renuncias que son posibles, si nos alejamos todos de una manera de vivir la existencia “al tun tun”, a lo que salga: buscando cualquier tipo de ocio en la calle, porque sí, porque de este modo nos han enseñado. Es preciso cambiar de hacer cosas que solo me beneficien a mí, sin tener en cuenta a los demás.
No estoy haciendo un ejercicio de exhortación prudente a cuantos me rodean, algo siempre necesario. Todo lo contrario: justo en este tiempo, me parece que, a los hijos de la Iglesia, se nos pide algo es más importante que una simple exhortación moral o llevar a cabo una acción ciudadana correcta. Quiero decir: en estos momentos, ¿hemos de posponer también la tarea evangelizadora de la Iglesia, como si ésta fuera una precaución más a tomar por el covid-19, de la que, por el momento, podemos prescindir? He aquí una tentación para todos nosotros, miembros del Pueblo de Dios. La respuesta para mí es meridianamente clara: mientras hemos de tomar todo tipo de previsión para no contagiarnos ni contagiar a otros, tenemos que hacer lo que, si lo dejáramos, sería un peligro mayor que el virus. Me refiero, claro está, a no anunciar el Evangelio, no vivir como discípulos de Cristo, prescindiendo de la vida cristiana y de la caridad. ¿Cuáles son las razones para ello?
La tarea evangelizadora de la Iglesia es una exigencia de la libertad religiosa que tienen sus hijos. Sin duda. Pero hemos de tener también en cuenta que la tarea pastoral de la Iglesia no es únicamente celebrar la Eucaristía en templos con determinadas condiciones de salubridad, de distancia separadora entre los fieles, con otras precauciones. Todos hemos de entender que la celebración eucarística es el culmen de la vida de la Iglesia. Pero tarea eclesial es también proponer la Doctrina Social de la Iglesia y vivir en la comunidad cristiana la caridad en todas sus facetas para con los más necesitados, sobre todo con los que no tienen NADA, si no estuviera la Iglesia y sus comunidades parroquiales o sus organizaciones diocesanas de caridad o cualquier católico que no olvida la solidaridad. De la caridad nadie debe ser dispensado. Curiosamente las instituciones locales, provinciales y autonómicas no brillan precisamente por la atención primaria a la gente necesitada.
Respecto a las celebraciones de los sacramentos en el culto cristiano, sobre todo de la Eucaristía, la actuación de los católicos ha sido modélica, respetando todas las medidas sanitarias en los templos; la jerarquía de la Iglesia facilitó el cumplimiento de la celebración dominical por otros medios de difusión; también dispensando a los fieles del precepto, cuando en el fuerte confinamiento de marzo a junio de 2020, no se permitía a la gente, como digo, acudir a los templos. Y esto a pesar de que, creo recordar, el artículo 13 de la ley del estado de alarma no prohibía ese derecho de los católico o de cualquier confesión religiosa. Esa medida de los obispos diocesanos fue criticada por algunos fieles.
Digo esto porque, en una homilía del domingo 25 de octubre, el obispo de San Sebastián mostró datos facilitados por el gobierno autonómico vasco en los que se decía que, entre los rastreos e investigaciones efectuados en el tiempo de confinamiento, y aún después, no se había detectado ningún brote de contagio en los templos y ámbitos litúrgicos cultuales durante las celebraciones. Los templos, pues, no constituyen lugares de riesgo. Teniendo en cuenta, además, que en estos meses se han pospuesto bodas, bautizos y primeras comuniones y otras muchas celebraciones muy en la entraña de tantas comunidades y pueblos, como fiestas patronales y otras muchas.
Saco, pues, una conclusión: habrá que seguir teniendo precaución cuando vayamos a nuestras parroquias u otros templos a la celebración, pero no pánico. Cada uno sabe cómo actuar, con libertad, conociendo que la Eucaristía da paz y confianza. Respecto a las acciones pastorales de la comunidad diocesana o parroquial (catequesis, grupos, otras acciones pastorales de primer anuncio y de formación en la fe) hemos de seguir llevándolas a cabo, porque son propuestas pastorales evangelizadoras y de doctrina social de la Iglesia; y no ralentizarlas.
¿Acaso se han ralentizado, decía el obispo de San Sebastián, en el Parlamento de España la ley de la Eutanasia, la ley –otra- de Educación, o la posible permisividad a madres menores de edad para abortar, sin que lo aprueban sus padres? ¡Es el Parlamento! Claro que sí. Nadie critica que el Parlamento promulgue leyes. Pero, ¿tanta urgencia existe para la tramitación de esas leyes? No estamos de acuerdo, no podemos estarlo con esa urgencia. Tampoco con su contenido, por supuesto. Piensen en la abrasiva llamada ley Celáa. ¿Ese es el progresismo que nos anunciaba el presidente Sánchez para la educación? Esa ley nada tiene que ver con la libertad.
Pero, volvamos a la situación real: la tarea evangelizadora de la Iglesia no se puede posponer. La pandemia puede abordarse sin dejar la actividad evangelizadora. Por cierto, que en otras pandemias habidas a lo largo de la historia de la Iglesia esta tarea eclesial no se paralizó, sobre todo la actividad caritativa, pero tampoco su vida apostólica, junto a la caridad de Cristo llevada a todos. El mundo, nuestra sociedad necesita de una esperanza cierta en Cristo, en una confianza en Él. Ese es nuestro fundamento.
Leí hace ya mucho tiempo que, en Alejandría en el siglo IV, en una población compuesta de paganos y cristianos, surgió una grave peste. En general, la población pagana, que vivía en las mejores mansiones, salió fuera del casco antiguo de la ciudad, dejando en muchos casos a sus familiares infectados. Los cristianos no marcharon ni abandonaron a sus enfermos; la comunidad cristiana, por el contrario, cuidó de muchos afectados por la peste, abandonados por sus familias paganas. Cuando pasó la peste y volvieron los que se alejaron encontraron a tantos de los suyos reestablecidos, cuidados por los cristianos y, en su caso, enterrados piadosamente, ¿hizo falta mucha catequesis por parte de los cristianos, para hubiera una floración de gente que pidió el Bautismo y se hicieron cristianos?
La vida de la comunidad cristiana es buena para nuestro mundo. ¡Qué bella, por cierto, la carta que el Papa Francisco al Cardenal Secretario de Estado, Pietro Parolin, en la que le pide que en su nombre salude a las autoridades europeas y les exponga su sentimiento respecto de Europa en el momento que este continente está viviendo, y la bondad, belleza y verdad que contiene la fe cristiana para el desarrollo futuro del Continente! La carta del Papa está escrita con ocasión del 40º aniversario de la Comisión de las Conferencias episcopales de la Unión Europea (COMECE) y otros aniversarios del inicio de relaciones de la Santa Sede con la Unión Europea y el Consejo de Europa. Además, este año celebró el 70º aniversario de la Declaración Schuman, un acontecimiento de gran importancia para la integración del Continente, después de la 2ª Guerra Mundial.
El Papa, en su carta al Secretario de Estado del Vaticano, muestra la importancia de “no volver atrás”, cuando en la pandemia nace la conciencia de que juntos y unidos somos más fuertes, porque “la unidad es superior al conflicto”. La tentación de ir cada país europeo cada uno por su cuenta, buscando soluciones unilaterales a un problema que trasciendo los límites de los Estados, es evidente. Hay que abrir el camino de la solidaridad, poniendo en marcha la creatividad y nuevas iniciativas. Lean la carta: es una bendición de Dios. El Santo Padre anima a una a Europa a ser una tierra donde sea respetada la dignidad de todos, que cuide de la vida en todas sus etapas, que favorezca el trabajo, sobretodo de los jóvenes. Una Europa comunidad, solidaria y fraterna, sabrá aprovechar las diferencias y lo que aporta cada uno para afrontar las cuestiones que esperan solución. Y una Europa sanamente laica, donde Dios y el César sean distintos, pero no contrapuestos. Una tierra abierta a la trascendencia, donde el que es creyente sea libre de profesar públicamente su fe y de proponer el propio punto de vista en la sociedad. Han terminado los tiempos de los confesionalismos, pero –se espera- también el de un cierto laicismo que cierra las puertas a los demás y sobre todo a Dios.
¿Cuál ha de ser, pues, nuestro compromiso de cristianos? Un compromiso de evangelizar, sobre todo a los más pequeños; también sin duda un compromiso en la situación sanitaria actual de cumplir con las leyes sanitarias y cuanto lleva consigo enfrentarnos con la pandemia de manera diferente, no desde nuestras rutinas, sino desde la perspectiva de un cambio de actitud con lo creado y, sobre todo, con los demás. Estamos en una época distinta. Dios nos bendiga.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo