“En cuanto al nombre, puesto que la administración se ejerce a favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen se le ha llamado democracia”. (Del discurso de Pericles). TUCÍDIDES / La Guerra del Peloponeso.
Hay quien sostiene que la monarquía como institución es la clave de bóveda de nuestro Estado, dando por supuesto que nuestro Estado es un Estado democrático.
¿Cómo es posible sostener tal cosa no solo a la vista de los actos de las personas que encarnan esa institución, sino a la vista de la propia naturaleza de esa institución?
Quizás lo menos determinante en este debate sean los actos indignos de las personas concretas que encarnan en cada momento histórico la institución monárquica, sino que lo preocupante es la propia naturaleza indigna, antidemocrática, e irracional de la monarquía que no solo facilita esos actos indignos por su inviolabilidad e impunidad ante la Ley, sino que hace imposible corregirlos o evitarlos una vez que se asume estúpidamente que el monarca está por encima de la Ley.
Es decir, la monarquía es una institución que no cumple con los estándares de modernidad, humanismo, y racionalidad, de la misma forma que no los cumple ninguna dictadura, del signo que sea.
Si esa es la clave de la bóveda de un Estado, lo será de un Estado indigno, injusto, y antidemocrático, y eso no es lo más deseable ni lo que muchos queremos. No hemos nacido para borregos. Somos seres humanos con su dignidad implícita. Seres racionales que piensan e intentan distinguir lo razonable de lo absurdo. Y desde luego la monarquía no es una institución razonable ni racional, sino mística, alimentada por la mística del poder, la fuerza bruta, y el dinero.
Si algo encarna esa institución es la imposición y la prepotencia, no la democracia. Y mucho menos la justicia.
Algunos han intentado aliviar estos inconvenientes diciendo demagógicamente que la monarquía es un mero adorno estético, una especie de performance que cumple un importante objetivo populista, mantener a la gente entretenida (y engañada) como lo estaría ante un espectáculo, un partido de fútbol por ejemplo.
Muy lejos de esta interpretación ligera y banal de la monarquía como performance inofensiva, dicha institución se ha revelado como nido de delincuencia corruptora de otras instituciones. Y lo vemos en el comportamiento de Hacienda en el caso del rey emérito, pero es evidente que ese contagio no se limita a esa institución, sino que por su propia naturaleza de clave de bóveda se contagia a toda la bóveda, es decir al Estado.
Tenemos así una forma de Estado, la monarquía, que por su propia naturaleza (irracional, inviolable, injusta) corrompe a todo el Estado, ya que lo conforma a su imagen y semejanza.
Es decir, el problema no es el monarca que comete delitos, que también, sino la monarquía que los favorece.
¿Qué necesitamos?
Necesitamos una jefatura del Estado cuyo titular sea elegible y ejemplar, y si no lo es que sea revocable, sujeto a la ley como el resto de ciudadanos. Solo un régimen así puede llamarse democracia y Estado de derecho.
Lo que ahora tenemos no lo es.