Quizás uno de los hechos más extraordinarios y útiles de la democracia es esa libertad para entrar en debate libre y civilizado, contrastando y enfrentando argumentos y razones en buena lid. He aquí un "privilegio" del que pocas veces somos conscientes y que por otra parte se corresponde bastante con algo así como una "necesidad" natural.
Si somos libres es porque la evolución nos ha llevado de animales encadenados al instinto y las pasiones, a una reflexión que puede distanciarnos de esas trabas. Aunque no del todo, porque el pensamiento está hecho también de pasión y emociones.
Reflexionar es "especular", es como mirarse en un "espejo" o desde "fuera", en una suerte de "reflejo" que nos devuelve nuestra propia imagen y una respuesta, quizás anónima y colectiva, quizás solo nuestra, a la pregunta que no cesa. Porque eso es el hombre: el animal que no se cansa de hacer (y hacerse) preguntas.
Y frente al monólogo (o al lado de él) está el diálogo, un monólogo que se abre al monólogo de otros, y por tanto a la contradicción ajena.
También la lectura, ese vicio solitario, es un diálogo silencioso (aunque no siempre) que vence las fronteras del espacio y del tiempo, un auténtico milagro cuántico que nos sitúa en el cosmos maravilloso de Einstein. Todo es relativo, de forma que quizás nuestros contemporáneos más próximos, aquellos a los que admiramos más y con los que más conversamos, están lejos o ya no están entre nosotros porque vivieron en otro siglo o incluso en otro milenio.
Pero el monólogo interior (que es reflexión) es eso, un diálogo con nosotros mismos.
Pienso en la "corriente de conciencia", ese río incesante de imágenes, pensamientos, sensaciones apenas registradas (pero nunca olvidadas), percepciones volátiles y por ello cazadas al vuelo, recuerdos olvidados que resurgen, intuiciones, y todo ello trabado y conectado por lazos múltiples y complejos en esa red que es nuestra mente, de la que la memoria es instrumento principal, flujo de conciencia que James Joyce describe de forma magistral en su "Ulises".
En esa odisea de andar por casa, en ese paseo del hombre común (Leopold Bloom o cualquiera de nosotros), con sus grandezas y sus miserias, con sus recuerdos y sus esperanzas, con sus vicios y sus virtudes, con sus logros y sus fracasos, donde lo teológico y lo escatológico se entremezclan y son brotes de una misma planta, caminar es pensar y viceversa.
Y aún quietos, cuando pensamos no paramos de caminar, de hacer recorrido, de abrir rutas y desentrañar laberintos. Y al contrario, es ponerse a caminar y el pensamiento, el monólogo, la corriente de conciencia, se nos vienen encima.
Creo que era Unamuno, para quien caminar y pensar son ejercicios que se fortalecen mutuamente, el que decía aquello de: "Yo no soy objetivo sino subjetivo, porque no soy un objeto sino un sujeto".
No olvidemos sin embargo, para situar esta frase en su contexto, que Unamuno tenía un ego muy potente y no quería morirse. Amaba tanto la vida de carne y hueso que quería, deseaba, y reclamaba que fuese eterna.
Gozaba tanto con aquellas caminatas suyas por los diáfanos paisajes de Castilla, por sus lomas y estepas, por los altos de "La Flecha", donde también meditaba y paseaba Fray Luis de León -el otro gran maestro de Salamanca-, en busca ambos de la "escondida senda", que quería que la vida, como el horizonte y el camino, o como el propio pensamiento, no tuvieran límite ni fin, y siempre permanecieran incompletos, es decir, vivos.
Pero volviendo a la democracia, que es una de las muchas cosas buenas que debemos a los griegos, de forma que aún hoy leemos el discurso fúnebre de Pericles (a través de Tucídides), con admiración y gratitud, quizás su nacimiento en aquel contexto no fue casual y tuvo mucho que ver con el ejercicio placentero de la palabra y la razón. Motivo por el cual también es frágil, y de hecho tuvo un largo periodo de oscurecimiento que duró siglos, cuando aquella cultura clásica y humanista fue olvidada, o mejor dicho sustraída, necesitando ser rescatada después (aunque ya solo en fragmentos) por el renacimiento y las luces.
Sócrates es uno de los representantes más notables de aquella cultura que, aunque con interferencias, sigue siendo aún la nuestra. Y este filósofo, tan cercano a nosotros y tan contemporáneo (eso es un clásico), recomendaba y practicaba un paseo o caminata por la mañana y otro por la tarde. Pero sus paseos, según se nos ha trasmitido, además de un saludable ejercicio físico (mens sana in corpore sano) eran también paseos intelectuales, y casi siempre compartidos. Y es que buscaba compañía para caminar y dialogar al mismo tiempo, como si el caminar y el discurrir fueran la misma cosa. Eran paseos para filosofar, ejercitando al mismo tiempo el cuerpo y la mente.
Diálogo, razón, y democracia son por tanto elementos de una misma ecuación, o de una misma forma de entender y recorrer la vida.
También los peripatéticos, la escuela de Aristóteles, hicieron del paseo el medio y el marco pedagógico más eficaz y sin duda placentero.
Otros paseantes dialogantes y pensantes, que hicieron del camino un medio para desentrañar los misterios de la existencia fueron Don Quijote y Sancho Panza, en un equilibrio siempre inestable entre locura y razón, entre aventura y objetivos palpables, un diálogo inacabable e inacabado entre el idealismo elevado del caballero y el sentido común del escudero, su contrapeso dialéctico.
Incluso Forges recurre como motivo frecuente en muchas de sus viñetas a una pareja de caminantes que en la estepa castellana y discurriendo por sus caminos desolados, interrumpen el silencio del paisaje con sus diálogos breves y concisos. Una dialéctica austera, concentrada, y como de secano... pero dialéctica al fin y al cabo.
Caminar es pensar... y viceversa.