La duración de las medidas sanitarias, el cuidado que el virus lleva consigo, cansa y produce un sentimiento de hastío; a ello se une la permanente lucha para mantener el tipo en tensión. A ello se unen también problemas concretos: posible pérdida de ilusión porque parece que no avanzamos contra la pandemia; la falta de trabajo y su pérdida en muchos de nosotros; los sufrimientos de los más desvalidos; la búsqueda continua de nuevas posibilidades para mantener el clima del hogar, animar a los hijos o a los nietos, así como gestionar bien su ocio. Igualmente repercute en nuestro ánimo el desaliento que produce ver las peleas de nuestros políticos, la falta de claridad de un futuro próximo en la economía, las cifras de la pandemia, las muertes de seres queridos, de amigos, de personas que han significado mucho en nuestra vida, y un largo etcétera.
La travesía es larga y es preciso hacer muchas cosas. Hay que orar, pues, como dice el Papa, no vale quejarse y no orar nunca. Y orar de manera sencilla con otros miembros de mi familia, de mi comunidad cristiana, de mi parroquia, y aprovechar tantos recursos que me proporcionan los diferentes ámbitos que tiene mi Diócesis y sus servicios pastorales para mantener mi vida cristiana. Los sacramentos, los encuentros de formación, de voluntariado en favor de otros hermanos; en definitiva, cuanto ayude a no producir en nosotros desánimo o pérdida de la alegría de la Pascua, son muy necesarios ahora. Pero tal vez ayude también alguna reflexión, que paso a mostrar con sencillez. Le pido a Dios que sea así, para no complicarnos más la vida en sí misma compleja.
Entre los hechos constitutivos de esta época aparece un difuso escepticismo sobre la misma historia humana: proyectos y tentativas que estarían destinados al fracaso, y descontento general o radical en tantos ámbitos de la vida, al que suele acompañar la desesperación o el cinismo. De manera que se pone en duda la presencia de Dios en la historia y entre los hombres. El Dios al que nos referimos es el Dios cristiano, es decir, el Dios que conocemos esencialmente a través de Jesucristo, del contenido de la Escritura y de la enseñanza de la Iglesia. Es nuestra fe, que tiene un carácter esencialmente histórico, que tiene necesidad de realizarse en la historia; una fe basada en un conjunto de hechos perfectamente inscritos en un tiempo y en una geografía bien precisos, en una historia que narra cómo Jesús de Nazaret se encarnó un día y una hora exactos; una fe que dialoga con la historia, con los hombres de todos los tiempos desde su surgimiento, como Jesús lo hiciera con las personas a las que encontró en pueblos y ciudades de Palestina.
Si no vivimos esta realidad de nuestra fe, si no es para nosotros real la presencia de Cristo, entonces el mayor reto a la credibilidad de la fe no procederá de las ciencias físicas sino de las disciplinas históricas, capaces de desacreditar el cristianismo precisamente porque éste es una fe basada en unos hechos históricos. ¿Para qué nos sirve una fe que no pueda ayudarme a vivir mi historia personal y la de los míos? La concepción cristiana de Dios provoca y hace necesaria también su presencia en la historia, en la general y en la particular, la mía y la tuya, en la de los pueblos y en la de los individuos, y hasta en el más pequeño de los acontecimientos.
Como es sabido, el cristianismo ha encontrado respuesta para vivir el día a día en la idea de providencia, que es perfectamente compatible con la libertad humana, a la que el catolicismo nunca se ha mostrado dispuesto a renunciar. Esta intervención de Dios en la historia se encuentra ya en el Antiguo Testamento, sobre todo en los profetas. Y Jesús, el definitivo enviado de Dios, el Mesías, nos hará entrar en la era de la paz, ese tiempo nuevo inaugurado con la resurrección de Cristo. Quiero decir que ese tiempo nuevo está ya presente entre nosotros y su Reino, que Él trajo. Jesucristo es, pues, el centro de la historia, que es historia de la humanidad salvada, redimida y hecha partícipe de la vida divina. Esta visión no ha variado, a través de los siglos, hasta el Concilio Vaticano II: “El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización… Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio” (Gaudium et Spes, 45).
La historia, así, tiene un sentido; y merece la pena realizar el bien; pero si lo tiene es porque los cristianos sabemos que Dios eligió revelarse a través de la historia y que su providencia actúa en esa historia (historia de la salvación). Justo es esta realidad la que el escepticismo de nuestro tiempo quiere arrancar de los corazones de los hombres y mujeres. Algo muy grave y muy peligroso, más que las graves consecuencia económicas y sociales que trae consigo la pandemia de coronavirus. Por eso hemos de subrayar siempre, pero de modo especial en Pascua, que es posible la esperanza, que se fundamenta en Jesucristo muerto y resucitado, y que emerge en la vida de sus discípulos en todo tiempo.
Es importante subrayar que la resurrección de Jesucristo ilumina la existencia entera del cristiano; no sólo el itinerario de la vida, sino también la oscuridad de la muerte. Cuando nos envuelven las tinieblas qué importante es levantar la mirada a la luz pascual. El filósofo católico R. Brague no hace mucho que ha afirmado con rigor intelectual y sabiduría humana que, si no hay esperanza más allá de la muerte, se comprende que el nacer no sea motivo de gozo; por ello el hastío de vivir en nuestra sociedad, cuando abundan las dolencias y la experiencia de vivir “como esclavos por miedo a la muerte” (Heb 2,15).
Si la esperanza ilumina la vida, el temor a la muerte la oscurece. Se comprende, pues, que el pagano de ayer y de hoy aspire a gozar a tope de “este día” (carpe diem), que es “lo único que vamos a sacar”. “Para cuatro días que vivamos, comamos y bebamos que mañana moriremos”. El rostro de la vida es profundamente distinto cuando creemos que Dios nos ha creado por amor, que no somos víctimas del azar ni de la fatalidad; y hay esperanza más allá del muro de la muerte cuando confiamos que nos aguarda el Padre con los brazos abiertos para que, unidos a Jesucristo muerto y resucitado, vivamos eternamente felices, porque estar con el Señor es con mucho lo mejor. La esperanza cristiana se hace cargo de las dificultades de la vida. No es evasión ni huida de la realidad. Dice 1 Pe 1,5-6: “Mediante la fe estáis protegidos con la fuerza de Dios; para una salvación dispuesta a revelarse en el momento final. Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en las pruebas diversas”.
La importancia de lo que hablamos (contar o no con la presencia de Dios en la historia), en este momento en que vivimos, llega hasta el punto de que muchos historiadores, que no ponen en duda la acción de Dios en sus vidas y en las de los demás seres humanos, prefieren, sin embargo, no plantearse o no reflejar en su obra el problema de Dios en la historia. ¿Por qué? Precisamente por la visión negativa que se tiene del pasado humano, de nuestra historia pasada.
En la actualidad, en efecto, la huella de Dios, tan visible en la naturaleza para un temperamento religioso, está velada en la historia por la mirada negativa que sistemáticamente lanzamos hacia el pasado. Y eso tiene sus consecuencias; incluso influye en nuestra concepción de la comunión de los santos. El cristiano es un hombre precedido. Con anterioridad a nosotros, muchas generaciones de fieles han reflexionado y vivido del Espíritu. Si los hombres y mujeres de otros tiempos solo nos son presentados como sujetos movidos por bajas pasiones, codicia y crueldad, tendremos una visión pesimista del pasado, con juicios muy injustos sobre las motivaciones y el contenido de las vidas de las personas que nos precedieron. Es un síntoma del desmoronamiento moral e intelectual del mundo moderno.
Valoremos, pues, esta afirmación: Si para Dios no hay ningún ser humano despreciable, cabe pensar que para Él no hay tampoco ningún acontecimiento superfluo o irrelevante. Y menos desde que el Hijo de Dios se hizo hombre, aportando toda la novedad trayéndose a sí mismo. La vida cristiana es posible porque se inscribe dentro de la vida concreta de los hombres y mujeres, y merece la pena vivirla. Sin pesimismos estériles.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo