Desde que Neil Postman escribió su célebre ensayo titulado “Divertirse hasta morir” (1985), en el que defendía la tesis sociológica de cómo el hombre moderno se encaminaba a un mundo atrapado por el entretenimiento y a merced de los medios de comunicación -especialmente de la televisión- que se lo proporcionaba, han sido muchos los antropólogos, sociólogos y ensayistas que han vertido “ríos de tinta” sobre este modelo nuestro de sociedad secuestrada por el consumo y el espectáculo.
La política no podría ser una excepción. Ya hace tiempo que las campañas electorales, por no decir toda la actividad política, se han convertido en auténticos circos mediáticos en donde lo que menos importa son los programas electorales, los compromisos que se adquieren, y la actuación ética y de gestión de los líderes políticos. Los mítines sirven solo para que los convencidos de un partido jaleen a sus líderes, y los debates en los medios televisivos escenifican auténticos monólogos sin ningún intercambio de ideas, y en los que cobra centralidad y protagonismo el insulto y la descalificación. Sin olvidarnos de algunos hechos esperpénticos organizados con el solo objetivo de llamar la atención y suscitar confrontación para atraer votos. Es paradigma lo que hemos visto en la campaña electoral actual de la Comunidad de Madrid.
Cuando la política acepta las reglas de juego que impone este modelo social se deja colonizar por unos medios de comunicación que suelen integrar sin ningún tipo de pudor el entretenimiento con la evasión y la anestesia social. Consecuentemente la política se banaliza y desacredita, pues la información tiende a ser manipulada por prejuicios ideológicos y por intereses espurios, degradando el sistema al olvidar u oscurecer los dos principios esenciales de la democracia: el ejercicio de la ética política fundamentada en el respeto a la dignidad de la persona, y la búsqueda del bien común.
Esta manera actual de hacer política considera la actuación ética en sus dos vertientes, personal y relacional, como cuestión secundaria. Lo principal son las estrategias para estar en los medios y ganar opinión pública. Hoy es difícil encontrarnos con personas en el ejercicio de la política activa que merezcan el aplauso y reconocimiento de sus conciudadanos, y seguro que los hay. Pero es que el nivel ético personal de muchos de ellos no pasaría un control evaluador en cualquier empresa o institución seria. Virtudes personales como las de veracidad, vocación de servicio, responsabilidad, honradez, transparencia, honestidad, imparcialidad… deberían formar parte del código ético de cualquier persona que deseara optar a un cargo político. Pero de igual forma, la ética ha desaparecido de las relaciones colectivas e institucionales. Valores referenciales como pueden ser el respeto al adversario que no enemigo, el diálogo y la búsqueda de consensos, la defensa de propuestas con la aceptación de razones en contra, el respeto a las vidas privadas… son hoy día asignaturas pendientes. La agresividad que tiñe actualmente la acción política de nuestro país llena de vergüenza una dimensión humana tan noble y enturbia la convivencia.
Pero también el ejercicio de la política como espectáculo ha dejado de mirar como objetivo prioritario el bien común, que se hace concreción al evitar los privilegios personales y de grupo y en la defensa de los derechos individuales especialmente de los más desfavorecidos. El electoralismo y los populismos tan frecuentes en estos tiempos está deteriorando la buena cultura política. Adular a los electores con propuestas y discursos demagógicos ofreciendo beneficios que sobrepasan la realidad y de imposible cumplimiento con la finalidad de alcanzar el poder es una práctica habitual que puede proporcionar réditos políticos a corto plazo pero que a la larga producen desafección, desengaño y como consecuencia la desacreditación de la vida política. Además de alimentar la indiferencia, la indignación a veces violenta, y el desencanto.
Es tiempo de denunciar, pero también de actuar.