Tomo prestado el título de este escrito del editorial de la revista “Ecclesia”, nº 4073. Me parece sugerente reflexionar sobre qué pasa ahora en Europa y en nuestra España, zarandeadas ambas por esa crispación política. Pero, para situarnos un poco, me remonto al momento histórico en que se celebró el Concilio Vat. II. (1962-1965). Y precisamente porque este santo sínodo está dedicado al “misterio de la Iglesia”, sobre todo en su documento más importante (la constitución Lumen Gentium); pero también a la presentación en el horizonte de la historia de la salvación de su identidad y también en su misión en el mundo. Y para ello había que dialogar y reflexionar, o reflexionar dialogando con el mundo de hoy.
Con la comprensión de la historia, el Concilio confiaba en que podía ser escuchado; en que igualmente, tras las grandes guerras del siglo XX, era posible dejar atrás la confrontación ideológica, y que la Iglesia fuese aceptada en un diálogo renovado con las grandes corrientes de la modernidad. En aquel momento parecía claro que la salvación no se daría por la historia, pero el Concilio quería anunciar su realidad en la historia a un mundo profundamente herido. No entro ahora a juzgar cómo se ha desarrollado este intento de diálogo con el mundo en todos estos años, pues serán muchísimas las opiniones, hasta la de aquellos que piensan que la Iglesia fue muy ingenua y que olvidó su tradición en este empeño, juicio categórico que yo no acepto por injusto.
En estos momentos, sin embargo, la realidad es que los llamados países occidentales asisten a una ruptura con la coherencia narrativa y el debate que delibera distintas opciones para ponerse de acuerdo; por el contrario, están los países en la era de enfrentamiento de unos contra otros sin más argumentos que el puro choque en una espiral de descrédito del adversario. Y si volvemos nuestra mirada al panorama de la política española, ésta deja en estas últimas semana capítulos deleznables que supone un paso más en la pérdida de su credibilidad para los españoles. Algo muy serio.
¿Tenemos derecho los ciudadanos a exigir de nuestros políticos coherencia y que renuncien a las descalificaciones y a los insultos en sus relaciones? ¿O tenemos que aceptar sin más esas reacciones de pura emotividad de quienes nos gobiernan desde el Parlamento y los distintos gobiernos locales? ¿Es necesario ese estado permanente de cuestionamiento y confrontación, de manera que no se tenga en cuenta el trabajo por el bien común y el fortalecimiento de las instituciones en las que se asienta nuestro sistema democrático como prioridades? Tenemos derecho a exigir a nuestros políticos servir más que nunca y olvidarse de una vez de la consecución de los intereses partidistas o la imposición ideológica. Basta de crisis humanitaria y social que padecemos, ha afirmado el Presidente de la Conferencia Episcopal Española, en la última Plenaria de los Obispos.
Por qué no volver al sentido común, al diálogo sosegado, al debate sereno y profundo, en lugar de la confrontación. Cuando los españoles nos enfrentamos en bandos, estropeamos tantas cosas buenas que tenemos como pueblo. Cabría que el enfrentamiento fuera sólo entre formaciones políticas, aunque nunca deseable; pero no tienen derecho a que los españoles nos dividamos de modo simplista, aunque no se renuncie a distinguir entre izquierda y derecha, entre esta o aquella opción política.
Sería mejor que los políticos ejercieran bien esa su altísima vocación, “una de las formas más preciosas de la caridad porque busca el bien común”, indica el Papa Francisco en Fratelli tutti, 180. Aprendan cada día este arte de la política bien ejercida y gobiernen para todos. Asómense ellos, pero también nosotros, los ciudadanos, que tan a menudo nada hacemos y de todo nos quejamos, a esta encíclica del Papa y a la fraternidad del “nosotros”.
El Papa Francisco nos presenta en su última encíclica, sobre la fraternidad universal, “una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite” (nº 1). Una fraternidad que “reconociendo la dignidad de cada persona humana, pueda hacer renacer, entre todos, un deseo mundial de hermandad” (nº 8). La auténtica amistad social se construye desde el diálogo y el respeto por las diversas identidades, promoviendo una auténtica cultura del encuentro. Se hace necesario recuperar la pasión compartida por una “comunidad de pertenencia y de solidaridad” (nº 36).
El esfuerzo por construir una sociedad más justa implica una capacidad de fraternidad, un espíritu de comunión humana y el desarrollo de una comunidad mundial, capaz de realizar la fraternidad a partir de pueblos y naciones que vivan el diálogo y la amistad social. Ya sé que son más quienes piensan que esta realidad que pinta el Papa es irrealizable, es un sueño. Sí, de este modo lo describe el Santo Padre. Pero no lo es, si cada uno rechazara el miedo a ser despojado de algo de lo nuestro. También parece un sueño superar la pandemia, y superar sus consecuencias, y lo perseguimos, a pesar de los negacionistas y ciertos insensatos que confunden cese de alarma con cese de virus. Sólo lo lograremos si estamos unidos.
Es necesario dejar de lado las grandes divisiones, los desacuerdos, sobre lo esencial. Es posible decir a los católicos y otros cristianos, pero también a hombres y mujeres de buena voluntad, en todos los niveles de la sociedad, incluso a nivel institucional y gubernamental, que se puede trabajar juntos para superar no solo el coronavirus, sino también otro virus, que desde hace tiempo infecta a la humanidad: el virus de la indiferencia, que nace del egoísmo y general injusticia social, origen de tantos males y guerras.
Sin duda los cristianos contamos con la presencia de Jesús resucitado entre nosotros y su Espíritu nos ayuda justo a redescubrir “la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz” (cfr. Ef 4,3). ¿Quién nos impide ofrecer ese vínculo a quienes quieran esforzarse por ese sueño realizable y a rechazar tantos desencuentros, sean religiosos o no?
Braulio Rodríguez Plaza es arzobispo emérito de Toledo