Realistas
El efecto notable y pernicioso de las denominadas "revoluciones" conservadoras (empezamos por maltratar el lenguaje y la lógica con esta asociación de palabras) se percibe, por ejemplo, en la abundancia y la intención (mala) con que se emplea el término "bueniismo" por parte de aquellos que se consideran no solo revolucionarios conservadores o retrógrados posmodernos, sino avanzados en el conocimiento de la realidad, es decir, realistas.
Y es que desde ese punto de vista fatalista y fiel al status quo la realidad es cualquier cosa menos "buena". Adaptarse a esa realidad tal como es y no combatirla y mucho menos intentar cambiarla es lo que los realistas llaman realismo, consenso, y "centrarse".
Es decir, se han "centrado" (y casi enquistado) en el "extremo" de un amplio abanico de posibilidades más atractivas y útiles (si de utilidad pública hablamos) que la que han elegido.
Vivimos una realidad indecente, corrupta, agresiva, llena de violencia, entonces -dicen los realistas- hay que amoldarse a ese marco porque intentar cambiarlo incurre en ingenuidad y "buenismo", indecencia que sólo pueden cometer los "progres" y los idealistas.
A lo mejor no es exactamente así, porque de hecho hay que tener un pelín de mala leche para que nos escueza y nos importe la corrupción, la xenofobia, el racismo, o la prepotencia, por poner tres ejemplos de lo que hoy se consideran virtudes "desacomplejadas" que ayudan a medrar en el mundo real.
No quita que los "realistas" en este sentido lo sean también en el otro: realistas monárquicos. Y la reflexión que se hagan sea del mismo estilo: si nuestra monarquía (que es también jefatura del Estado) es corrupta, pues es lo que hay. Ajo y agua.
"Buenismo" y "progres" son por tanto elementos clave en el código lingüístico de la demagogia reaccionaria, que así intenta promocionar el "malismo" y la involución centrada, haciéndolos pasar por "realismo" y moderación, reforzado todo ello con aquella otra idea peregrina de que "no hay alternativa", o de que hemos progresado tanto que nos hemos dado de bruces con el fin de la Historia, y una vez allí solo se puede ir hacia atrás, "a paso de cangrejo" que decía Umberto Eco.
Si lo pensamos bien, esta frase, "No hay alternativa", tiene todo el aspecto de una semilla ideológica y concentrada de totalitarismo. Solo hay que regarla frecuentemente para que los ciudadanos traguen con el modelo y el pensamiento único.
Con un esquema mental tan rígido, tan vacío de posibilidades y esperanza, resulta cuando menos paradójico que muchos de estos realistas avanzados en el conocimiento del mundo tal como es, dijeran que el 15M fue cosa de doctrinarios, extremistas y fanáticos.
La lógica nos lleva a la conclusión contraria: doctrinarios y comisarios feroces del pensamiento único y limitado serán en todo caso aquellos que afirman que "no hay alternativa" o que "hemos llegado al final de la historia", afirmaciones ambas que incurren en la más desacomplejada de las insensateces.
Si el mundo discurre por derroteros inaceptables y no muy benignos (y eso es lo que parece de un tiempo a esta parte), y no por la fuerza incontestable de las leyes físicas sino por decisiones humanas mal orientadas o inspiradas en catecismos fracasados, amoldarse a ello no es signo de flexibilidad y realismo, sino de flacidez y estulticia.
Quizás aquellos que dicen que no hay alternativa y que no hay que cambiar el modelo, son aquellos que ocultan que el cambio producido en los años ochenta (en que se declaró clausurada y casi prohibida la alternativa social o socialdemócrata) fue un cambio radical, extremista, e insensato, de cuyas consecuencias aún no hemos logrado recuperarnos.
Y es que los realistas que decimos son a su vez muy fantasiosos cuando les conviene.
Para vender su producto maltrecho tiran de relato y ficción y entre otras cosas afirman que los inmigrantes vienen a quitarnos las pensiones.
No. Los que nos quitan las pensiones (y lo están logrando) son los promotores de un catecismo al que las pensiones públicas, la sanidad pública y la educación pública, estorba y molesta.