Las fronteras entre países no son limitaciones geográficas. Muchas veces se utilizan accidentes geofísicos para marcar su recorrido: ríos, cordilleras, lagos, mares…, otras no. Un caso claro es la península ibérica, una unidad geográfica con una diversidad política con España, Portugal y Andorra (y la irregularidad de Gibraltar), países que a su vez cuentan con territorios fuera de este perfil geográfico: Azores, Madeira, Canarias, Baleares, Ceuta y Melilla.
¿Para qué sirven las fronteras? Principalmente marcan divisiones administrativas que limitan la responsabilidad y la ley del territorio y, como consecuencia de esto, también la cultura que inspira esa legislación.
En la zona fronteriza se suele producir una dilución entre las culturas limítrofes que confiere un peculiar estilo lleno de riqueza, aunque en los elementos administrativos, la línea fronteriza marca una clara división: la autoridad, las leyes, los documentos, la policía, etc., están claramente definidos a uno y otro lado de la valla.
Por eso, las fronteras no son malas, su existencia nos libra de confusión. Sabemos quién es la autoridad en un territorio y qué leyes aplican. También tienen una labor de contención entre sistemas legislativos y culturales diferentes. Tiene todo el sentido del mundo que quien no respeta las leyes o la cultura de un país sea retenido en la frontera, tanto para que la justicia del país origen revise su situación como para prevenir futuros delitos en el país de destino.
Pero las fronteras se pueden utilizar mal. ¿Qué sentido tiene limitar el paso a quien respeta la ley y la cultura del país al que accede? ¿Qué persigue el utilizar las fronteras como los barrotes de una cárcel para impedir que ciudadanos libres puedan salir de su propio país? ¿Qué se busca al facilitar una avalancha de personas a cruzar ilegalmente una frontera huyendo de una situación de miseria en vez de ayudarles a paliar su necesidad?
Las fronteras son instrumentos y, por tanto, deben utilizarse para conseguir un fin inspirado por el bien común: la paz de los pueblos, la dignidad de las personas, la libertad, la seguridad, la armonía social…
Así se entiende que, dentro de la Unión Europea, en la que se trabaja por una armonización legislativa y donde se comparten muchos elementos culturales comunes, las fronteras vayan perdiendo utilidad.
Sin embargo, las desigualdades culturales y económicas entre el norte y el sur del Mediterráneo están provocando un endurecimiento de las fronteras con estos países.
La conflictiva situación de algunos países de Oriente Medio y África central, además de flujos de refugiados que huyen de los conflictos armados como Siria-Irak, Paquistán-Afganistán o África subsahariana, provocan unos flujos migratorios difíciles de gestionar, por su dimensión, el número de países receptores implicados y el drama humano de los que han tenido que abandonarlo todo.
¿Cómo solucionarlo? Las fronteras de Europa se han convertido en la parte visible de problemas profundos. Los problemas auténticos están en la parte sumergida del iceberg, los problemas en las fronteras no son más que el síntoma por el que da la cara el mal y por donde se hace evidente el sufrimiento del enfermo. ¿Qué podemos hacer? Como con cualquier enfermedad, debemos paliar el dolor que evidencian los síntomas y, al mismo tiempo, combatir el mal raíz que los produce.
Es imprescindible prestar ayuda a los inmigrantes y refugiados que llegan a nuestras fronteras, pero no es suficiente, hay que detectar las causas de su huida y solucionar el problema donde se genera. En ambos casos, si no nos preocupa una situación así es porque parte del problema está seguro en nuestro corazón.