Las democracias occidentales se han apoyado tradicionalmente en el concepto de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Este principio no ha sido siempre respetado en la ley y aún menos en la práctica, pero siempre ha ejercido como un principio director en la mejora progresiva de las distintas sociedades. La lucha por la igualdad ha consistido en una progresiva eliminación de leyes, usos y prejuicios que impedían su desarrollo práctico en la vida cotidiana.
En los últimos años, encontramos esa misma bandera de la lucha por la igualdad en otro frente que va mucho más allá de su ambición tradicional, es la reivindicación de una discriminación positiva: no basta con eliminar obstáculos a la igualdad, hay que favorecer al grupo perjudicado para hacer «justicia».
Si la discriminación inicial era un ejercicio violento que impedía la igualdad, la posterior discriminación positiva es otra forma de violencia que se intenta legitimar bajo el principio de «justicia», como una especie de indemnización por los daños causados, una corrección para compensar la situación anterior. Pero ¿es eso realmente justo? ¿Devuelve a los agraviados el bien perdido? ¿Hace pagar a los culpables el daño causado?
En primer lugar, la discriminación positiva (vía legislativa, fiscal o laboral) se aplica a grupos de personas (sexo, raza, nacionalidad, etc.), no a personas individuales, por lo que no se restringe necesariamente a las víctimas sino a un círculo más amplio, no siendo raro el caso de premiar al que nunca fue agraviado. Más aún, si la discriminación a revertir ha sido prolongada en el tiempo, se intenta compensar a las nuevas generaciones por los perjuicios a generaciones anteriores. Este aspecto introduce un elemento de injusticia en todas estas medidas (que es precisamente lo que se quería combatir).
En segundo lugar, la legislación por colectivos identitarios introduce una atomización en el orden jurídico que va en contra de la deseable igualdad ante la ley, no solo complicando el desarrollo de la justicia, sino enfrentando a los propios grupos que se quiere proteger, porque la exclusividad de la discriminación positiva, por definición, no puede generalizarse a todos.
En tercer lugar, los no discriminados positivamente se sentirán tarde o temprano discriminados negativamente, iniciando un movimiento pendular de reivindicación que llevará inevitablemente a una reivindicación análoga por la falta de igualdad.
Conclusión, la discriminación positiva produce un efecto contrario al que busca y conduce a un efecto pendular muy peligroso. Para que sea justa debería ser personalizada, asegurando que es la compensación adecuada por un perjuicio realmente sufrido.
Esto significa que las acciones de este tipo contra, por ejemplo, el machismo, el racismo, la homofobia… haciendo uso de la discriminación positiva a todo un grupo identitario, sin identificar perjuicios personales reales, llevará con el tiempo a un incremento del machismo, el racismo y la homofobia por aquellos que se sientan perjudicados por esas medidas. Lo cual es dramático.
Ese movimiento de violencia pendular (la discriminación es un tipo de violencia) funciona como la escalada armamentística, se realimenta de sí misma hasta llegar al desastre. No es, por tanto, una solución inteligente.
La lucha por la igualdad debe aspirar a eliminar toda discriminación, positiva o negativa, dejando las compensaciones para casos individualizados donde esté justificada una compensación ajustada al caso. No olvidemos que la injusticia es la semilla de la violencia.