Desde Jartum, en el corazón de África, escribo con emoción sobre don Marcelo. Cuánto quería a sus sacerdotes y qué orgulloso se sentía de poder ofrecer a algunos de ellos para el servicio de la Santa Sede y del Papa. ¡Qué gran privilegio para un sacerdote –decía con convicción y ardor– servir al Santo Padre! En efecto, en los años de don Marcelo, Toledo era una de las diócesis españolas que más clero había cedido, de modo temporal o permanente, a la Sede Apostólica. Esto Roma lo sabía y lo apreciaba… y el nombre de Toledo y el buen hacer de su Cardenal Arzobispo Primado se difundían no sólo en la Urbe, sino también en no pocas Iglesias locales del Orbe.
¿Cómo era don Marcelo? Confieso que después de haber conocido a tantos Obispos en tantos países y continentes diferentes, su figura se me hace cada vez más grande: más evangélica, más eclesial, más pastoral, más apostólica… en una palabra, una figura "mayor" de la Iglesia en España y en el mundo del siglo XX, cuyo resplandor sigue iluminando el siglo XXI.
Don Marcelo era eminente no sólo –o no tanto– por ser Cardenal sino porque en su ministerio, primero sacerdotal y luego episcopal, lo social y lo espiritual, lo pastoral y lo doctrinal, lo carismático y lo institucional no se oponían, sino que se integraban y complementaban de modo natural… o tal vez sobrenatural.
Don Marcelo era grande y, como todos los verdaderamente grandes, no cabía en las etiquetas fáciles con las que se suele encasillar a los Obispos. ¿Cómo definirlo entonces? Creo que supo ser, sin complejos humanos y con gran libertad de espíritu, "conservador" y "progresista" al mismo tiempo. Siguiendo el ejemplo de los grandes Pastores de Iglesia, era capaz de distinguir con inteligencia y discernimiento entre lo inmutable, que hay que conservar, y lo mutable, que puede y debe progresar.
A distancia de los años, me convenzo cada vez más de que don Marcelo era un hombre "tradicionalmente moderno" o –como prefiera el lector– "modernamente tradicional", pues la genuina tradición y la sana modernidad no se enfrentan, sino que se enriquecen mutuamente. Pero, eso sí, estuvo siempre muy atento a no ceder ante los envites del modernismo y del tradicionalismo, "las dos grandes herejías de la actualidad", como los define el pensador católico francés Jean-Luc Marion.
¿Qué me sorprendía de él? Muchas y muy variadas cosas. He aquí sólo algunas. Creo que pocos amaban al Sucesor de Pedro tanto como él lo hacía y, sin embargo, prefirió siempre dedicar su tiempo a recorrer las carreteras y los pueblos de su diócesis en vez de buscar excusas para zigzaguear por los palacios romanos.
Creo también que pocos vivieron el Concilio Vaticano II con tanta intensidad como él lo hizo y, sin embargo, optó en todo momento por centrarse en su aplicación pastoral en la diócesis y no perderse en enfrentamientos ideológicos sobre su espíritu y su letra.
Creo además que amaba inmensamente a la Iglesia, pero prefería hablar más de Cristo y menos de las estructuras y gobiernos humanos eclesiales. Sabía bien que la Iglesia, como la luna, no tiene luz propia, sino que su única misión posible es reflejar sobre el mundo la luz de Cristo, el sol que nace de lo alto.
Podría seguir con más ejemplos, pero me parece que ya son suficientes para entender que estamos ante un hombre excepcional y libre de espíritu, que no puede ser encajonado ideológicamente ni debe ser utilizado o desechado de forma partidista, como pretendieron algunos ayer y tal vez siguen otros intentando hoy.
A don Marcelo le ocurre lo mismo que sucede a los grandes Obispos y Padres de la Iglesia, que el paso del tiempo no borra ni difumina su memoria sino que define más genuinamente su figura.
Personalmente, recuerdo siempre los sentimientos, discordantes en apariencia, que su presencia y su palabra suscitaban en mi joven personalidad de seminarista. Por un lado, temor reverencial y admiración ante su imponente figura humana y episcopal. De otro, fascinación y entusiasmo por su fe robusta, su caridad ferviente y su gran celo evangelizador, misionero y apostólico. Y por último, una mezcla de afecto, ternura y confianza ante su actitud bondadosa y paternal, aunque sobria, y su talante protector. Así era don Marcelo: un auténtico "discípulo misionero de Jesús", usando la expresión feliz del Papa Francisco; un "simple y humilde trabajador de la viña del Señor", con palabras entrañables del Papa emérito Benedicto XVI; o, como diría el Santo Papa Juan Pablo II, un verdadero "Pastor según el Corazón de Cristo".
Luis Miguel Muñoz Cárdaba es nuncio aApostólico en Sudán y Eritrea.