“De esta crisis saldremos más fuertes”
Fue el principal mensaje publicitario gubernamental que llegó a la opinión pública al iniciarse la primera fase de la desescalada en la lucha contra el COVID- 19. Nuestra sociedad, contagiada de esperanza por algunos brotes verdes de mejora humana y social observados desde las atalayas de ventanas y balcones, acogió el mensaje con optimismo: ¡Aquellos aplausos… la entrega generosa de tantas personas al servicio de la vida… los acompañamientos personales… la ayuda psicológica… el trabajo esperanzador de la ciencia en busca de la ansiada vacuna…! Eran datos muy esperanzadores que nos hicieron olvidar pronto -muy propio de esta sociedad de las prisas- las muertes de tantos seres queridos, el dolor de los enfermos contagiados, los efectos psicosociales producidos por la libertad confinada, los negocios arruinados, los puestos de trabajo perdidos…
Después de avances y retrocesos, de sucesivas escaladas y desescaladas en estos largos meses, y cuando ya se vislumbra el final de los tiempos tan oscuros que hemos padecido, con la mente fría y serena, es momento de hacer balance y someter a debate y reflexión la gestión personal y social del camino recorrido. La primera impresión desde la realidad que nos están ofreciendo los medios de comunicación es que la crisis nos ha cambiado muy poco, y que la nueva normalidad a la que accedemos después de la pandemia -y de la que hablaron tanto nuestros gestores políticos- sigue siendo más bien una vieja normalidad. Las hojas verdes que habíamos visto brotar en el olmo viejo -recordando a Machado- no dejan de ser unas hojitas de primavera. Pero eso sí, de gran importancia para los que las hayan podido o sabido detectar. Descubrir que pese a los grandes avances tecnológicos no somos invulnerables; que las crisis se superan mejor actuando juntos; que la libertad es uno de los dones más preciosos que tenemos que cultivar; que la ciencia es uno de los más grandes instrumentos de progreso humano si se emplea bien y desde planteamientos éticos que no se deben nunca olvidar; que la velocidad y las prisas en nuestro vivir cotidiano es fuente de infelicidad; o que, entre otras, cómo la soledad del confinamiento nos ha ayudado a encontrar el gran tesoro de la vida interior tan necesario para crecer en humanidad… son algunas señales evidentes de que algo se ha podido aprender con la pandemia.
Pero estos brotes verdes no pueden ocultar las hondas heridas que la pandemia ha dejado abiertas en la sociedad. Son muchos los datos de muy diversa índole que permiten asegurar que no se ha hecho una buena gestión política de ella. Mal planificada desde el principio y peor coordinada en su desarrollo ha repercutido especialmente en las principales estructuras sociales del Estado que debían controlar para dar respuesta a la crisis. Es el caso del sistema sanitario que lo creíamos tan sólido. Insuficiente en infraestructuras y en personal, ha sido superado por los acontecimientos y sale de la pandemia muy debilitado. Y de igual manera la maltrecha economía, con un PIB muy contraído, un paro inasumible y con la restauración y el turismo -importantes motores de nuestra economía- bajo mínimos. La nefasta gestión de las residencias de mayores y del sistema escolar completan un escenario de despropósitos que junto a las secuelas físicas y psíquicas producidas por la enfermedad y sus efectos secundarios desmienten la Arcadia feliz que nos vendieron los políticos. Pero también nos interpelan sobre si este modelo sociocultural en que nos movemos y el estilo de vida que desarrolla nos fortalece y prepara para hacer frente a las muchas pandemias de todo tipo por venir en esta etapa tan difícil de nuestra historia.
De momento nos quedamos con el deseo esperanzador de que en el viejo y desgastado árbol hayan retoñado algunos brotes verdes primaverales.
GRUPO AREÓPAGO