Sin duda: el camino de la Iglesia es el hombre y la mujer, que colaboran entre los dos sexos para su proyecto de vida, llevado adelante en la sociedad donde viven. Pero nos encontramos con un mantra que se ha hecho ya algo habitual: la idea de que la religión resulta inverosímil en la era moderna y postmoderna, y que poco a poco la religión irá desapareciendo. Por ello, ¿por qué seguir haciendo caso de algo periclitado, en fase de desaparición? Sin embargo, hay quienes sostienen algo más plausible en este ámbito: los tipos de devoción pública asociados con el cristianismo en Occidente nunca desaparecieron, sino que en gran medida migraron a un nuevo reino definido por el estado-nación (o comunidad autónoma), que impone su proyecto dominador de todos los ámbitos de la vida pública.
De este modo, la objeción más común a una posible sugerencia de que la Iglesia misma encarne una política es que semejante política eclesial es o sería sectaria. Ahora bien, dicha objeción depende de un uso sociológico del término “secta” relativamente novedoso. En la jerga teológica, una secta era un grupo que se ponía a sí mismo fuera de la Iglesia. En el siglo XX, sin embargo, el término “secta” empezó a usarse para referirse a un grupo cuyas prácticas lo hacen incompatible con la cultura dominante y con las élites políticas del estado-nación y derivados. De manera que no es la Iglesia, sino el estado-nación el que es “católico”, en el sentido de que todo lo demás es parte de una esfera política universal de este estado-nación. He aquí por qué para tantos, incluso católicos, es un grave error también desde el punto de vista teológico que la Iglesia desarrolle una política en el campo social. Se olvidan que la Iglesia era católica incluso en el campo social en tiempos de las catacumbas.
Para entendernos: la historia de la salvación no es un subconjunto de la historia universal, sino la historia –aún no concluida– de la acción humana en un mundo atravesado por la gracia de Dios. Por eso la teología política –o el significado político de la Iglesia– no puede hacerse sin atender a la naturaleza directamente política de la Iglesia. Esto se pone interesante. Si la salvación propuesta no es de la Iglesia sino del mundo, la Iglesia no puede retirarse del mundo. La Iglesia universal debe vivir como los judíos de la Diáspora, debe “procurar el bien de la ciudad a donde os he deportado” (Jer 29,7), incluso si esa ciudad es la ciudad enemiga de Babilonia. Sin tratar de alcanzar el gobierno concreto de tal o cual país, pues no es un partido político, la Iglesia tiene mucho que aportar precisamente porque es la depositaria de la “política” de Dios y porque es católica, transnacional, y trasciende las chatas fronteras del estado-nación.
Pero, aunque “iglesia” es un término teológico, en la práctica no siempre está claro, ni mucho menos, cuáles son los límites de la Iglesia. Ella no está aislada del mundo. Y así es como debe ser, porque los términos “iglesia” y “mundo” son a menudo descriptivos. El drama dialéctico del pecado y la salvación implica también una relación de diálogo entre la Iglesia y sus otros, lo que incluye al mundo y a Dios. De hecho, el Espíritu Santo sopla donde quiere, y la actividad del Espíritu no está limitada a las fronteras visibles de la Iglesia. Por consiguiente, la Iglesia no es un sistema cerrado, pero tampoco es una polis de la antigua Grecia; ecclesia hace referencia a algo más parecido a una “cultura” universal que reúne a todas las culturas particulares del mundo.
Es más: la Iglesia no solo está travesada por elementos no eclesiásticos, sino que también contiene elementos anticristianos. La Iglesia es un cuerpo lleno de santos y de pecadores. La eclesiología, pues, debe mantener ambos polos. Por un lado, no debemos vanagloriarnos de la Iglesia, como si ella fuera ya la respuesta a todos los males sociales del mundo; por otro, debemos gloriarnos en Cristo y considerar a la Iglesia como un actor clave en el desarrollo del drama de la salvación y felicidad de la humanidad, hombre y mujer, que la cruz de Cristo ha conquistado.
Esta es la razón por la existe un “todavía no” en el drama de la salvación de los hombres y mujeres por Cristo, que ha transcurrido hasta ahora y llegará a su plenitud. Este drama de la salvación humana tiene que ser contado con esperanza, pero, eso sí, penitencialmente, con espacio para voces y conflictos marginales que se dan en la Iglesia. El relato cristiano, entre tantos relatos, no se narra de una manera épica, como si la Iglesia estuviera hecha para gobernar las naciones. Como encarnación de la “política” de Dios en Cristo, la Iglesia consigue salir del paso a pesar de todo conflicto, porque Dios es el responsable de la totalidad de la historia. El trabajo de la Iglesia es discernir, en cada circunstancia concreta, cómo encarnar del mejor modo la política de la cruz de Cristo en un mundo sufriente.
Por consiguiente, la “política” de la Iglesia no ha de entenderse como una política de partidos, que se reparte el poder; pero es “política” necesaria, porque ella expone de modo tan agudo su Doctrina Social, que los cristianos han de tenerla en cuenta en su vida pública. No hay que olvidar por ello que los cristianos encontrarán siempre oposición y algo más en los estados-nación de todo tipo. Lo contrario sería la excepción.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo
Invitado del Grupo Areópago