Me gusta escribir novela histórica. Y mantener debates sobre ello. Por eso, me integro en grupos de Facebook en los que sus componentes mantienen inquietudes similares, donde procuro formular preguntas con el único objetivo de iniciar tertulias que pueden devenir de una pluralidad de opiniones diferentes: ¡Siempre me ha parecido una bonita forma de aprender y comparar!
Bien, pues hace solo unos días, formulaba una pregunta en uno de esos grupos:
¿Os ha ocurrido, tras leer alguna novela histórica, que habéis llegado a la conclusión de que esa misma novela hubiera quedado mejor si se hubiera escrito con la mitad de sus páginas? ¿Se hinchan artificialmente las tramas y/o argumentos para alcanzar volúmenes de ochocientas o novecientas páginas? ¿Es posible encontrar excelentes novelas históricas de doscientas o trescientas páginas? En fin, es que yo soy de los que gustan de los consejos de Baltasar Gracián: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”.
Las respuestas fueron inmediatas y tremendamente discrepantes, perdiéndose al poco el hilo inicial, hasta entrar en un debate sobre obras y autores que, en algunos casos, llegaron al insulto personal.
Pero sin ánimo de ahondar mucho en el asunto, parece ser que la balanza se decantó por aquellos a los que les gustaba leer obras voluminosas de ochocientas páginas o más, desdeñando, cuando no despreciando, la forma literaria de la novela de alrededor de trescientas páginas que durante décadas nos ha venido siendo tradicional. En definitiva, la nueva imposición de las editoriales que obligan a los autores a crear “literatura al peso” si quieren publicar.
Y, ¿a qué se debe este cambio de tendencia editorial, incidiendo con ello en cambios en el hábito lector?
Pues lo que no me cabe duda, es que ésta pregunta no suele hacérsela el lector, que se limita a consumir el “ladrillo” anteponiendo cantidad a calidad. Pero todo tiene una explicación, no vayan a pensar que esto es producto de la casualidad. Obedece a las nuevas tendencias o costumbres que están creando las modernas técnicas de comunicación.
Estamos más informados que nunca, pero sabemos menos; disponemos de más datos, pero somos menos críticos; estamos más conectados, pero también más solos. Hoy se lleva lo que se denomina “percepción serial”, captación sucesiva de lo nuevo; se pasa de una información a la siguiente, de una vivencia a la siguiente, de una sensación a la siguiente, sin finalizar jamás nada. De hecho, las series televisivas gustan tanto porque responden al hábito de la percepción serial.
Sin embargo, la tradicional percepción simbólica, va más allá de las formas y penetra en el contenido. Implica reflexionar, buscar significados, elaborar un pensamiento. En cambio, lo que se puede denominar como “atención plana” no permite que las cosas y los fenómenos se asienten. No permite la reflexión ni la emoción. Implica ir de flor en flor. Acapara demasiado, pero no profundiza en nada. Se trata de abarcar más, en lugar de concentrarse en comprender mejor. Genera insatisfacción vital. El reposo y el silencio no tienen cabida en la red digital estructurada a la atención plana. No sobresale nada. Nada se ahonda. No es intensiva, sino extensiva.
Sin silencio y quietud no hay reflexión. Lo que nos lleva a vivir de manera irreflexiva, consumiendo ingentes cantidades de información que no nos aportan nada relevante. Y esto lo han entendido perfectamente las grandes editoriales: literatura fácil extensiva capaz de crear ficciones, la sensación de abarcar más sin tener que hacer el esfuerzo de ahondar, de pensar, de formar juicio crítico.
En definitiva, un reflejo explícito de la actual sociedad, tan inculta en su soberbia de acaparar información, y tan fácil de manejar. Así que, permítanme, equivocado o no, que personalmente me quede con aquellas formas de hacer literatura, donde con doscientas páginas un maestro lograba un “novelón”.
Y para terminar vuelvo a citar, aun reiterativamente, a Gracián, porque es el filósofo que lo expresa mejor: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”.