En nuestra sociedad están ocurriendo muchas cosas, buenas y malas. Siempre ha sido así, pero ahora las conocemos con mucha rapidez. No quiero enumerar cuanto sucede: sería interminable. Me fijo únicamente en un reciente disparate, esta increíble insensatez: un país ha invadido a otro por la fuerza de tanques, aviones, misiles. Han saltado las alarmas: esto no ocurría en Europa desde 1945. ¡Ah! ¿y en otros continentes? El Papa lleva diciendo desde casi el inicio de su pontificado que “hay mini guerras” aquí, allí, en este o aquel continente, como si de una tercera guerra mundial se tratara. Y ha escrito una carta larga, llamada Fratelli tutti, indicando, dando pistas para que seamos “hermanos todos”, no solo unos cuantos.
¿Cuál es la razón de esta invasión tan televisada, con tanto dolor para los más débiles donde se vulneran tantas cosas? Son muchas, nos dicen los comentaristas. Y los políticos, asustados, dan “razones”, sorprendidos, de modo que hablan de condenar esta situación. Tienen razón. Pero no he oído ni visto a escritores y expertos en guerras o en cómo evitarlas hablar nunca de “pecado”, para explicar lo que está sucediendo. Se habla de error, de querer un nuevo orden geopolítico, incluso del “mal”. ¿Podemos los creyentes en Jesucristo y otros hombres y mujeres religiosos hablar de pecado?
Yo creo que sí, aunque sé que “pecado” no es una palabra que brote con facilidad de labios modernos. Su sinónimo más generalizado es, en efecto, “mal”, y, si se utiliza, se hace en el sentido de “hacer mal”, “comportarse mal”. Pero, eso sí, que no tenga un sentido “moralista”, “enjuiciador”. De modo que en el juicio sobre estos acontecimientos hay que tener en cuenta por qué tal país o mandatario ha actuado así, o cuáles son las causas últimas de sus acciones. Estas consideraciones están bien, salvo que con ellas queramos indicar, por ejemplo, que Hitler llevó a cabo el Holocausto porque tuvo “una infancia muy mala”. ¿No le pasará lo mismo a Putin o a tantos responsables de barbaridades de todo tipo? A mi entender, hay que hablar de responsabilidad personal de estos hechos y debemos enjuiciarlos también como pecados personales y de estructuras de pecado que crean guerras y muertes de inocentes. De lo contrario, negaríamos entonces nuestra condición humana, que puede hacer bien, pero que igualmente puede hacer mal.
Por eso, nosotros calificamos de también pecado esta guerra en Ucrania y tantas acciones que hombres y mujeres cometemos. Aunque la visión bíblica del pecado presenta muchos estratos, éste existe y necesitamos conocer su realidad y quién lo perdona. Los términos con los que se designa en la Biblia son múltiples y están tomados de ordinario de las relaciones humanas: falta, iniquidad, rebelión, injusticias, etc. Y al pecador se le presenta como “quien hace el mal a los ojos de Dios”; y “al justo” se opone normalmente el “malvado”.
Pero la verdadera naturaleza del pecado, su malicia y sus dimensiones, aparece, sobre todo, a través de la historia bíblica; en ella aprendemos también que esta revelación sobre quién es el hombre es a la vez una revelación acerca de Dios, de su amor, al que se opone el pecado, y de su misericordia, a cuyo ejercicio da lugar. De manera que la historia de la salvación no es otra cosa que la de las tentativas de arrancar al hombre y la mujer de su pecado, repetidas infatigablemente por el Dios creador.
¿Cómo es posible que haya personas que hagan mal, que exista el pecado? ¿No hizo Dios las cosas buenas y vio que la creación del ser humano es “muy bueno”? El pecado no se puede achacar a Dios; tampoco Dios hizo la muerte que produce el pecado. Hay una herida en el interior de la persona, una falla debida, por un lado, a una desobediencia interior de Adán y Eva, y, por otra la sugerida por la “serpiente” a los primeros padres; ellos querían “ser como dioses”, ponerse en su lugar, desconfiar de Él, siendo dueños de su destino, trastornando así la relación con Dios. No cayeron en la cuenta de que la relación con Dios no era únicamente de dependencia, sino también de amistad. El Dios de la Biblia no había negado nada al hombre creado “a su imagen y semejanza”.
La peor consecuencia del pecado es el cambio entre el hombre y Dios, esa ruptura interior, que pronto se extiende a la ruptura con sus semejantes (episodio de Caín y Abel). Pero el relato de este primer y segundo pecado no se concluye sin dar al hombre una esperanza. La iniciativa de la ruptura ha venido del hombre, instigado por el “tentador”. Pero la iniciativa de la reconciliación solo puede venir de Dios. Por ello, desde el primer relato deja Dios entrever que un día tomará esta iniciativa (cfr. Gen 3,1). La bondad de Dios que el hombre ha despreciado acabará por imponerse; “vencerá al mal con el bien” (Rom 12,21).
A lo largo de la historia del Pueblo de Dios, se suceden en Israel la denuncia del pecado, sobre todo por los profetas. Son denuncias a personas concretas, como a David, y al conjunto de Israel, sobre todo a sus reyes. Pero el pecado no “hiere” a Dios en sí mismo. Ahora bien, si el pecado hiere a Uría, el hitita, David sabe que él ha despreciado al Señor. A este nivel de la revelación de Dios el pecado aparece esencialmente como violación de las relaciones personales, como la negativa del hombre a dejarse amar por un Dios que sufre por no ser amado, al que el amor ha hecho, por decirlo así, “vulnerable”: misterio de un amor que solo hallará su explicación en el Nuevo Testamento, aunque ya en el Antiguo se anuncia una trasformación interior del hombre que le arranca de su pecado gracias a la oblación sacrificial de un siervo misterioso.
Los Evangelios revelan que este siervo venido para “librar al hombre del pecado” (Is 53) no es otro que el propio Hijo de Dios. Jesús, desde el inicio de su vida pública, aparece en medio de los pecadores. No ha venido a salvar a los justos. Habla de “remitir” los pecados, esto es, perdonarlos. Denuncia los pecados donde quiera que se hallen, aun en los que se creen justos porque observan las prescripciones de una ley exterior. Cristo revela ante todo la misericordia de Dios para con el pecador (cfr. parábola del hijo pródigo). Cristo viene a quitar el pecado del mundo y vence a Satán, el mentiroso. Por eso, habla Él de “entregar su vida como rescate” (Mt 8,16s) y “derramar su sangre, la sangre de la alianza, por una multitud para remisión de los pecados” (Mt 26,28).
Jesús puede hacerlo porque él mismo no tiene pecado, en él no hay tinieblas, es pura luz, verdad sin huella alguna de mentira; pero sobre todo es amor, pues Dios es amor. Cristo nunca dejó de amar, y su muerte será un acto tal que no se pueda concebir otro mayor. Introducido en el género humano por su Encarnación, vence al pecado y ofrece su vida para la remisión de los pecados, porque su resurrección es vida para quien desee amar como Él, ofreciendo así la solución para el pecado.
Por eso, hablamos en los acontecimientos actuales, y en tantos otros, también de pecado. Ya sé que crece el número de los que no explican así nunca las cosas que nos suceden. Pero, ¿por qué no ofrecer también esta explicación de las cosas, cuando es razonable” y concuerda con lo que somos como humanos? Sí, hay pecado en tantas de nuestras acciones. ¿Y quién se supone que los perdona? “¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte <que es el pecado>? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor!” (Rom 7,24). Yo soy carnal, vendido al poder del pecado, más grande es el poder de Dios, el que perdona, si acepto su perdón.
Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo