Encrucijada
La guerra en Ucrania, que tanto dolor e injusticia supone, afecta a todos. Lo sabemos. Significa el desprecio del ser humano, sobre todo cuando las víctimas son civiles. ¿Dónde está la dignidad de los que piensan que en la guerra vale todo? ¿No es nuestra generación la que maneja más posibilidades técnicas, la que ha alcanzado mayor grado de “cultura”? Ciertamente vivimos un momento en el que las posibilidades de la humanidad con su dominio sobre la materia han crecido de forma realmente impensable. Pero también su capacidad de destrucción alcanza dimensiones que a veces nos horrorizan. También en esta guerra, y en tantas otras menos mediáticas. Además, el temor de que se haga uso de las armas nucleares tampoco es infundado. Pidamos al Señor que así no suceda.
Menos visibles, pero no por eso menos inquietantes, son las posibilidades de manipulación que ha adquirido el hombre. Ha sondeado los recovecos del ser, ha descifrado los componentes del ser humano y ahora, por así decirlo, está en disposición de “construir” por sí mismo al ser humano; de esta manera, el hombre no viene ya al mundo como don del Creador, sino como producto de nuestro actuar; por tanto, producto que también puede ser seleccionado según las exigencias fijadas por nosotros mismos. ¿No explica esto también y de algún modo el ataque a la población civil en Ucrania y en otros lugares de guerra?
Así pues, sobre este hombre, que somos la humanidad, parece brillar únicamente el poder de las capacidades humanas. Ya no es más que imagen de hombre, ¿de qué hombre? A esto se añaden los grandes problemas del planeta: la desigualdad en el reparto de los bienes de la tierra; la creciente pobreza, es más: el empobrecimiento; la explotación de la tierra y sus recursos; el hambre; las enfermedades como la pandemia Covid-19; el choque de las culturas. Todo ello indica que al crecimiento de nuestras posibilidades técnicas no corresponde un desarrollo semejante de nuestra fuerza moral. Ésta no ha crecido con el desarrollo de la ciencia; al contrario, más bien ha disminuido, porque la mentalidad técnica confina la moral al ámbito subjetivo, mientras que nosotros necesitamos precisamente una moral pública, una moral que sepa responder a las amenazas que pesan sobre la existencia de todos. De modo que podemos decir que también un peligro claro es precisamente este desequilibrio entre posibilidades técnicas y fuerza moral. Es algo que ya conocemos y que los últimos Papas han puesto de relieve en lo que conocemos como la Doctrina Social de la Iglesia.
Es cierto que hoy existe un nuevo moralismo cuyas palabras clave son justicia, paz, conservación de lo creado, palabras que hacen referencia a valores morales esenciales que son verdaderamente necesarios. Pero es un moralismo impreciso y se desliza, casi inevitablemente, a la esfera político-partidista, para proclamar casi siempre: nuestro partido es el mejor, nuestra democracia es la mejor, nuestros valores son los buenos. Ahora bien, ¿quién define, por ejemplo, lo que es justo? Las grandes consignas del moralismo político se olvidan casi siempre de Dios. En su lugar quedan grandes palabras (y valores) que se prestan a cualquier tipo de abuso.
En nuestra Europa, además de un desarrollo de racionalidad científica que ha llevado a cabo admirables descubrimientos y posibilidades en tantos campos, se ha desarrollado también una cultura que excluye a Dios de la conciencia pública en modo desconocido hasta ahora para la humanidad, bien negándole completamente, bien porque su existencia se muestra no demostrable, incierta, y, por ello, perteneciente al ámbito de las elecciones subjetivas, que la hace, en cualquier caso, irrelevante para la vida pública. Esa cultura, además, no solo entra en contradicción con el cristianismo, sino con otras tradiciones religiosas y morales de la humanidad. Baste aquí recordar los debates en la Unión Europea sobre el preámbulo de su Constitución y en alguno de sus artículos. Se discutía sobre dos puntos de este texto: la cuestión de la referencia a Dios en ella y la mención de las raíces cristianas de Europa. Se rechazó que se mencionaran en el texto dichas raíces, aunque es un hecho histórico que nadie puede seriamente negar en la historia de Europa.
¿A quién ofendería esa mención a las raíces, que afecta lógicamente al presente, no sólo al pasado? ¿A la identidad de los musulmanes, que no se siente amenazada por nuestras bases cristianas, sino por el cinismo de una cultura que niega sus propias bases? Y tampoco nuestros conciudadanos hebreos se ofenden por la referencia a las raíces cristianas de Europa, ya que éstas se remontan hasta el monte Sinaí: llevan la huella de la voz que se hizo oír en el monte de Dios y nos unen en las orientaciones fundamentales que los Diez Mandamientos han dado a la humanidad.
Dios no es lo que ofende a los miembros de otras religiones, sino el intento de construir la comunidad humana prescindiendo completamente de Dios transcendente. Ponen delante de nosotros, pues, la idea de que sólo la cultura ilustrada radical podría ser constitutiva para la identidad europea. A su lado pueden coexistir, sí, diferentes culturas religiosas con sus correspondientes derechos, pero a condición y en la medida en que respeten los criterios de la cultura ilustrada y se subordinen a ella. Es evidente que el canon de la cultura ilustrada contiene valores importantes de los que nosotros, precisamente como cristianos, no queremos y no podemos prescindir; pero es igualmente evidente que contiene un concepto de libertad un tanto discutible.
De manera que, según la tesis de la cultura ilustrada y laicista de Europa, sólo las normas y los contenidos de la misma cultura ilustrada determinarán la identidad de Europa y, por consiguiente, todo Estado que hace suyos estos criterios podrá pertenecer a Europa o a otra forma de Estado. De este modo, si Dios no tiene nada que ver con la vida pública y con las bases del Estado, ¿es extraño ese deseo de que las fiestas de Navidad sean denominadas “fiestas de invierno”? De manera que nos preguntamos si esta cultura ilustrada laicista, mostrada como finalmente universal, es de veras la que muestra una razón común a todos los hombres, a la que se debería tener acceso en todas partes, sin necesitar ninguna raíz fuera de sí.
¿Quién duda que nuestra sociedad ha conseguido logros que pueden pretender ser de validez general? Ahí está el que la religión no puede ser impuesta por el Estado, sino solo acogida con libertad; o el respeto de los derechos fundamentales iguales para todos; también la separación de poderes y el control del poder. Pero las llamadas filosofías ilustradas son positivistas, hasta el punto que, en definitiva, Dios no puede tener ningún puesto en ellas. Se basan en una autolimitación de la razón positiva, que es competente en el ámbito técnico, pero que, sin embargo, allí donde se generaliza, implica una mutilación del ser humano, que puede conducir a la autodestrucción de la libertad de los ciudadanos.
En efecto, en nuestros días es válido el principio de que la capacidad del hombre es la medida de su actuación. Lo que uno sabe hacer es también lo que es capaz de hacer. Pero el hombre sabe hacer mucho, y cada vez sabe hacer más; y si este saber hacer no encuentra su medida en una norma moral, se convierte, como se puede ver cada día, en poder de destrucción. El hombre sabe clonar hombres y, por tanto, lo hace. El hombre sabe usar hombres como “almacén” de órganos para otros hombres y, por tanto, lo hace; sabe cómo hacer abortos o llevar a cabo la eutanasia, y lo hace porque parece ser una exigencia de su libertad. El hombre sabe construir bombas atómicas y, por tanto, las hace, estando, en principio, dispuesto también a usarlas. El radical alejamiento de sus raíces de la filosofía ilustrada se convierte, en último análisis, en un prescindir del hombre y la mujer.
Al afirmar esto no se niega lo que esta filosofía dice de positivo e importante, sino que se afirma más bien su necesidad de perfección, su profunda imperfección. El abandono de las raíces cristianas en la Constitución europea no es expresión de una superior tolerancia que respeta todas las culturas del mismo modo, no queriendo privilegiar a una determinada, sino la absolutización de un pensar y de un vivir que se contraponen radicalmente, entre otras cosas, a las otras culturas históricas de la humanidad. La verdadera contraposición que caracteriza al mundo de hoy no es la que se da entre las distintas culturas religiosas, sino la que se da entre la emancipación radical del hombre respecto de Dios, de las raíces de la vida, por una parte, y las grandes culturas religiosas, por otra. Si se llega a un enfrentamiento de las culturas, afirmaba el Cardenal Ratzinger poco antes de su elección papal, será no por el enfrentamiento de las grandes religiones, en lucha unas contra otras desde siempre –y, sin embargo, siempre han sabido vivir unas con otras–, sino por el enfrentamiento entre esta emancipación del hombre y las grandes culturas históricas.
¿Es esto un simple rechazo de la Ilustración, la modernidad o la postmodernidad? En absoluto. El cristianismo, ya desde su comienzo, se ha comprendido a sí mismo como la religión del Logos, como la religión según la razón. No olvidemos que despejó el camino de las tradiciones para dirigirse a la búsqueda de la verdad y hacia el bien, hacia el único Dios que está por encima de todos los dioses. Por ello fue enseguida perseguida precisamente porque, más allá de los diferentes Estados y pueblos, el cristianismo ha negado al Estado el derecho de considerar la religión como una parte del orden estatal, postulando así la libertad de la fe. Ha definido siempre a los hombres y mujeres, a todos sin distinción, como criaturas de Dios y a imagen de Dios, proclamando para ellos la dignidad misma como principio, aunque dentro de los límites imprescindibles del orden social.
En el diálogo tan necesario entre “laicos”, no laicistas, y católicos, los cristianos debemos estar muy atentos para permanecer fieles a esta línea de fondo: vivir una fe que procede del Logos/Verbo, de la razón creadora, y que está por tanto abierta a todo lo que es verdaderamente racional. El intento, pues, llevado al extremo, de plasmar las cosas humanas prescindiendo completamente de Dios nos conduce cada vez más al borde del abismo, al arrinconamiento total del hombre. Como decía el Cardenal Ratzinger: incluso quien no logra encontrar el camino de la aceptación de Dios debería de todas formas tratar de vivir y dirigir su vida veluti Deus daretur, como si Dios existiera. Es el consejo que querríamos dar también a nuestros amigos que no creen.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo.