El momento histórico que vivimos en España, tan similar al del resto de la Unión Europea y, en tantos puntos tan distinto, es el que es. Las pocas ideas sociales atractivas en el panorama, el vaivén de partidos políticos y sus controversias que olvidan casi todos los verdaderos problemas de la gente, me temo que a los que quieren vivir su fe cristiana, en medio de sus dificultades y caídas, les sea muy difícil sentirse Iglesia, alegrarse de ser cristiano, pues ven que continúa la mala compresión de lo que somos y hemos sido en la historia de España.
Por otro lado, sé muy bien los grandes problemas en los que estamos inmersos, que ocupan tanto de nuestro tiempo: una delicada situación económica con subida constante de precios, una falta de cohesión social un tanto alarmante, los problemas de los que su trabajo les cuesta dinero en el campo, en los transportes, etc. Se añade, además, la desastrosa guerra en Ucrania, el dolor y la muerte de sus hijos, y la perspectiva de enfrentamientos serios entre países, con consecuencias imprevisibles, nunca buenas, pues la guerra nada resuelve. Quiera Dios que nuestros países, incluido España, alcancen un cauce de cooperación necesaria, para solucionar tanto caos.
He aquí lo que hemos de poner en primer lugar, sin duda. Pero que no se nos olvide algo importante, propio de España, o, al menos, más acuciante: en nuestra sociedad se reconoce la aportación de la Iglesia en muchos campos de la asistencia social –nosotros lo llamamos caridad, que nace de nuestro ser cristiano–, pero en tantas personas, grupos sociales y políticos, tantos influencers no se pasa de ahí. El laicismo de la “cultura” dominante ya se guarda muy mucho de sentir a la Iglesia como componente esencial de lo que ha sido y es España. Continúa un absurdo significado de lo público, unido a un anticlericalismo barato, que le cuesta mucho creer que la Iglesia ha sido y es un factor importante de unidad, de rigor social, de buscar la verdad del ser humano, y que está compuesta no sólo por “el clero”: es un Pueblo, cuyos miembros son ciudadanos como los demás. Por ello es también importante que haya un reconocimiento que pueda venir de un Estado que vive y practica una laicidad buena para todos los españoles.
¿Somos pretenciosos si decimos que las raíces de España son esencialmente cristianas y que esta constatación no debe ser tenida como baldón del que hay que desprenderse? Aceptamos que hay una historia común para los españoles, en la que han influido e influyen otros grupos religiosos o no, pero ¿se puede olvidar el trazo, la huella que ha dejado y deja en nuestra historia la fe cristiana? No es exagerado afirmar que la fe católica ha contado mucho en España, a pesar de los fallos y pecados de los hijos de la Iglesia.
Hechas estas constataciones, la buena laicidad debería ser un hecho en nuestra patria, en la que no cupiera el anticlericalismo y anticatolicismo, ni ningún otro “anti”. Creo que la buena laicidad garantiza hoy día la libertad: libertad de creer o no creer, libertad de practicar una fe o religión y libertad para cambiar de ella, pero también libertad para no ser uno contrariado en su conciencia por las prácticas que se exteriorizan, libertad para los padres de poder dar a sus hijos una educación conforme a sus convicciones, y no ser discriminados por las administraciones por oponerse al aborto, a la eutanasia y a otras leyes que nada tienen de nuevos derechos para los ciudadanos.
Así la laicidad se siente como una necesidad y una posibilidad, pues llega a ser una condición de paz civil, siempre tan necesaria. Siendo esto así, la buena laicidad no podría ser la negación del pasado en su totalidad, y no tendría el poder de cortar a España de sus raíces cristianas. Cualquier nación que ignora la herencia ética, espiritual, religiosa de su historia comete un “crimen” contra su cultura, contra ese conjunto de historia, de patrimonio, de arte y tradiciones populares, que impregnan tan profundamente nuestra manera de vivir y de pensar en los temas fundamentales para el ser humano. En opinión de Benedicto XVI, arrancar la raíz es perder el significado de las cosas, es desecar más las relaciones sociales que necesitan tanto de símbolos de memoria.
En mi opinión, asumir las raíces cristianas de España, de Europa, es defender una laicidad que ha llegado a su madurez. Pero no hay tal madurez, como demuestra la historia de los últimos 200 años. Fundar una familia, contribuir a la investigación y el avance científico, luchar por unas ideas, si son las que favorecen la dignidad humana, dirigir un país, una región, un municipio, participar en la vida de la “polis”, eso puede dar sentido a una vida. Son grandes o pequeñas esperanzas. Pero no responden del todo a las preguntas fundamentales del ser humano, hombre y mujer: la pregunta por el sentido de la vida o sobre el misterio de la muerte. No logran explicar qué pasa antes de la vida y qué pasa después de la muerte. Las facilidades más grandes, el frenesí del consumo, la acumulación de bienes señala cada día todavía más la aspiración profunda de hombres y mujeres a vislumbrar y conseguir una dimensión que les supera, porque no acaban de llenarles, no colman su esperanza. ¡Qué bien describe este importante asunto Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi! (Salvados en esperanza, noviembre de 2007).
El hecho real es que la tendencia natural del ser humano es buscar una transcendencia. ¿Y quién duda que el hecho religioso es una formidable respuesta de la fe cristiana a esta aspiración fundamental? Se puede entender que haya una moral humana independiente de la moral católica, pero ¿no debe estar interesado un Estado en que exista una reflexión y una conducta moral inspirada en las convicciones religiosas y humanas, que, en este caso, hacen los cristianos, sin que se tache esta reflexión de fundamentalista, anticuada, intolerante y de otro tiempo ya pasado? A mí me parece de lo más lógico.
Primero, porque la moral laica corre siempre el peligro de secarse o de cambiarse en un cierto fanatismo cuando no está apoyada en una esperanza que llene la aspiración de infinito. Después, porque una moral desprovista de vínculos con la trascendencia está más expuesta a las contingencias históricas y a optar por lo más fácil, por está muy basada en los valores del momento. Un político no debe decidir solo en función de consideraciones religiosas. Pero sí importa que su reflexión y su conciencia estén iluminadas o ilustradas por las opiniones que hacen referencia a las normas y a las convicciones libres de contingencias inmediatas. Creo que ésa es la laicidad positiva, es decir, una laicidad que, velando por la libertad de pensamiento, la de creer o no creer, no considera que las religiones son un peligro para la democracia, sino más bien un triunfo.
Pero ya decía G. Bernanos que el futuro es cosa que se domina. No se sufre el futuro, se hace. ¿Qué significan estas palabras? Sencillamente que la esperanza es una virtud, una determinación heroica del alma. Y la más alta forma de esperanza es la desesperación o el pesimismo vencido. Con esta reflexión estoy únicamente animando a los católicos, sobre todo a los fieles laicos, a luchar por una España en la que pueda existir una laicidad positiva, que es libertad. Sólo como miembros de la Iglesia puede acometerse cambiar ese enrarecido clima de pasotismo, individualismo, horizontes estrechos y la negación de toda trascendencia: Dios es siempre lo más importante, porque es siempre mayor.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo
Firma invitada del Grupo Areópago