Confieso que he dejado de leer sobre la guerra. También de embobarme en la televisión o rastrear por las opciones que me ofrecen los buscadores y los digitales. Antes también dejé de interesarme sobre el volcán de La Palma. Al principio el fuego desbocado bajando la ladera, su estampa de ceniza negra y gris bajo el cielo nublado y devorando el mar, tuvo un efecto atávico para mí y reflexioné sobre esa dicotomía entre la belleza y la destrucción. Quizá existe ahí el mensaje divino de que en la muerte, que es la mayor destrucción, puede haber también una belleza. Pero a pesar de ese poder poético el volcán siguió rugiendo semanas ante mi indiferencia, y sentí que al menos me fue positivo el hecho de ver menos televisión y descubrir las plataformas (por cierto, los verdaderos enemigos de la televisión tienen dos nombres: redes sociales y plataformas, o encuentran un modo pacífico de cierta convivencia o se estrecharán bastante las audiencias en los próximos años).
Me ocurrió lo mismo con las andadas del Rey Emérito, con el lío entre Ayuso y Casado y sobre todo con la COVID-19. Me sentí tan saciado de esa actualidad, que caía como una lluvia opresora y absorbente, que llegué a la conclusión, quizá mejor al deseo, de minimizar mi tiempo frente a su yugo. Lo del coronavirus es lo que más me costó. ¡Su incidencia negativa sobre la realidad era abrumadora!, pero hubo un momento en el que me dije que estaba siendo esclavo de la actualidad y olvidando demasiadas cosas que no están en ese destellante mundo, pero que al cabo son ciertamente, más importantes. La actualidad existe y no debe ser obviada (salvo que requiera una exclusividad interminable), pero no podemos olvidar que somos hijos de la memoria y nuestra materia, como dijo el bardo de Stratford-upon-Avon, son los sueños, que viven en el futuro.
Este acto de caer en el desinterés por sucesos tan importantes lo enmarco dentro de una reflexión sobre la vida que me ha llevado a la certeza de que hay que mirar más adentro y menos afuera. Que hay que mirar más lo que está cerca y menos lo que está tan lejano, aunque esto, pues el mundo es global, nos afecte. Como decía Pla hay que vivir en lo minúsculo, lo local, lo cercano, sentir el valor que tiene sobre nuestra vida, un valor que la mayoría de las veces nos afecta más que los sucesos globales. Quizá no haya que ser tan drástico como yo lo he sido (los poetas buscamos más la iluminación que la luz), pero sí hemos de ser conscientes de que si los grandes focos del mundo nos deslumbran, también nos ciegan. Y no podemos olvidar que, como dice el biólogo y filósofo chileno Humberto Maturana, vemos el mundo como somos. Nuestro encéfalo crea nuestro mundo, por eso hay tantos mundos como personas. Joseph Conrad lo dijo más bello: El mundo entero está dentro de ti.