Está de moda hablar de comisiones, como si acabáramos de descubrir el Mediterráneo de la polisémica palabreja a la que asociamos, últimamente, una sola de sus acepciones. Nos encontramos las comisiones en los telediarios y los juzgados, descabalgando liderazgos impostados y descubriendo aprovechateguis de toda clase y condición. Te señalan como comisionista y es como mentar a tus muertos, aunque sea oficio legal y hasta legítimo.
Pero no nos adelantemos. Esa comisión en la que estamos pensando es la que salta a la palestra con motivo y ocasión de las necesidades nuevas y las improvisaciones permanentes. Parece que fue hace un siglo, pero hace apenas dos años nos pasó por encima la apisonadora de la pandemia, COVID-19, que asoló el mundo.
En aquel momento, la única misión del gobierno era gobernar, anticiparse, dotar de medios a los que luchaban por la vida de los demás, proteger a la población, darnos certezas y recursos. En lugar de esto, nos recetó decretazos inconstitucionales que asolaron nuestras libertades formal y materialmente. Buscaron, y consiguieron, un pueblo sumiso y obediente, por asustado. Nos engañaron diciendo una cosa y la contraria, distrayendo la atención y concentrando las iras en un payaso trágico, Mr. Meme pandémico del Simón de las almendras.
El gobierno renunció a plantar batalla, escondiéndose detrás de Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, a los que dejó, además, desarmados y abandonados a su suerte, más ocupado en su popularidad que en los respiradores, más en la encuesta que en la mascarilla, más en el Aló Presidente de sermones interminables, paternalistas e hipócritas que en buscar soluciones.
Teníamos las contrataciones en el BOE de empresas ignotas que, por no tener, no tenían ni domicilio. Es curioso que un mes antes de la pandemia, viendo lo que se venía encima, yo había podido comprar en Amazon 500 mascarillas, a un precio más barato que el actual y disponía de reservas suficientes para afrontar el temporal que se avecinaba e, incluso, repartir entre muchas personas de mi entorno. Mi fuente de información, los periódicos y las redes sociales que hablaban de lo que estaba pasando en China, las previsiones de lo que estaba por venir y la información de lo que se había desencadenado en Italia quince días antes que en España. Y nuestro gobierno, a por uvas. Se exigía silencio al discrepante y adhesión inquebrantable como acto de patriotismo a lo que no era sino rendición.
Dos años y más de cien mil muertos después, crisis tras crisis, mantenemos la pantalla de humo para no hablar de lo real. Ahora, a exigir responsabilidades por las comisiones. Lo primero que hay que aclarar es que la comisión es, en principio, algo lícito, en sus vertientes de legalidad y legitimidad, aunque al español la mira con recelo, sea por nuestra tradición católica, que pide perdón por el éxito y la ambición pensando más en la recompensa de la vida eterna que del paso por este valle de lágrimas, sea por la envida como pecado nacional, Díaz Plaja dixit; sea cual fuere la causa, lo cierto es que somos especialmente sensibles al éxito ajeno, para denostarlo, señalarlo como sospechoso de falta de escrúpulos o de honestidad o, directamente, para la lapidación prejudicial al primer titular, sobre todo si el que está bajo sospecha no tiene la bula y presunción de estar libre de todo pecado vía proximidad ideológica con la izquierda. Y en este último supuesto, si se destruye la presunción con pruebas, se aplica la bula.
Olvidamos que la comisión es una actividad comercial lícita, regulada en el Código Civil como mandato y en el Código de Comercio como contrato de comisión propiamente dicho. Que la actividad de intermediación es un servicio que se puede prestar a través de un precio cierto, fijo, por la actividad realizada, o a través de un porcentaje del beneficio obtenido, mayor por tanto la remuneración cuanto mejor sea el resultado para el comitente. Desde los asentadores de los mercados tradicionales a los agentes FIFA, desde los agentes de la propiedad inmobiliaria a los representantes de los artistas, muchas actividades apreciadas y admiradas se realizan habitualmente bajo la modalidad de la comisión.
Pero mientras nos entretenemos hablando de golfos reales o presuntos, que inflan sus comisiones aprovechando la debilidad de la contraparte que necesita del servicio, convirtiendo las leyes de la oferta y la demanda en la ley de la selva, mientras observamos que algunos han estafado directamente a los españoles, aprovechando la relajación de los controles por la situación de necesidad, mientras hacemos todas estas cosas dejamos de mirar otras comisiones que van a afectar más grave e intensamente nuestras vidas.
Mientras nos indignamos por las comisiones legítimas y las estafas delictivas no estamos al loro de la otra Comisión, ahora moneda de cambio del gobierno que está dispuesto a poner los secretos oficiales al cabo de la calle de los enemigos de España: la CUP, los independentistas violentos que dieron y siguen promoviendo la ruptura de España por procedimientos ilegales, van a tener acceso a esos secretos. Más seguridad me ofrecería que pusieran al pirata Drake al mando de nuestra flota. Sólo espero de la indiscreción y poca fiabilidad de los nuevos miembros de la Comisión de Secretos Oficiales del Congreso que en el próximo chantaje al gobierno se desvelen al común de los mortales alguno de esos “secretos”; como cuándo, con quién y para qué usa nuestro presidente el Falcon al que es tan aficionado, y cuánto nos cuesta a los españoles esa afición. No sea que entre unas y otras comisiones, la campaña de la Renta de este año nos duela especialmente.
Silvia Valmaña Ochaita. Profesora titular de Derecho Penal en la Universidad de Castilla-La Mancha