En un breve y sustancial librito (“La suerte de haber nacido en nuestro tiempo”, Rialp, 2021), Fabrice Hadjadj, laico católico, filósofo, pero también casado y con varios hijos, nos propone algunas cosas que me han parecido interesantes y sugerentes para los católicos actuales, ante todo para los fieles laicos. Hablemos un poco de estas sugerencias de actuación. Comienza indicando una paradoja: la Iglesia está en este mundo principalmente para revelar y anunciar a Dios, cuando lo cierto es que su tarea se reduce cada vez más a preservar lo humano. Es la presencia del Eterno y se convierte cada vez más en la garantía de lo temporal. Es el templo del Espíritu y se presenta cada vez más como guardiana de la carne, del sexo ante tanto género, de la propia materia.
El escritor francés quiere trazar un esbozo suficiente para mostrar la fisonomía particular de la misión de los hijos de la Iglesia hoy en día. Estamos todavía rodeados de partidos, grupos, movimientos que se llaman a sí mismos “progresistas”, que se basan, en su opinión, en una ruptura, pero no sabemos muy bien de qué; tal vez de algo que ya no existe, pero, en cualquier caso, es mejor pasar por “ser progresista”.
Hadjadj afirma, sin embargo, que las grandes utopías políticas de los siglos XIX y XX han muerto: tanto las comunistas como las capitalistas. Ahora hemos dejado de creer tanto en el crecimiento ilimitado como en un futuro brillante. Si hasta no hace mucho tiempo la presencia del ser humano era un dato primero e incuestionable, hoy por hoy se cuestiona la importancia del hombre. De ahí el aborto, la eutanasia, las guerras sin sentido, la tendencia a no contar con el bien común, el manejo de otras técnicas de ingeniería social, los llamados nuevos derechos, que no son tales, etc. En esta situación extrema, la misión no puede sino volver a lo esencial, a su dimensión escatológica; lo que significa la primacía de la evangelización por encima de la politización y, dice Hadjadj, la prevalencia de la metafísica sobre la moral. Esto es, no llamar “progresismo” a lo que no lo es. Eso que se lo crean los que así se llaman “progresistas”, sin que sepamos por qué. Por ejemplo, si la especie humana se halla destinada al infortunio y la desaparición, ¿en nombre de qué se impide abortar a una mujer? Si no hay quien me ponga límite, ¿por qué no lanzarse sin freno a las drogas y a los placeres, o a matar sin venir a qué a mujeres o estudiantes en colegios o a gente en la calle? ¿Por qué no el suicidio, si algunos piensan que podría ser una forma de vivir conforme a la naturaleza? Donde deja de existir la esperanza, la moral no se sostiene.
Hay que defender y manifestar la bondad del ser humano porque ha sido creado y porque ha sido salvado por Dios. Cuando se destruyen las esperanzas mundanas, la esperanza teologal puede reabrir un futuro, pues es una esperanza teologal que no se apoya solo en la perspectiva de un futuro radiante, sino que se afianza en la fe en el Porvenir eterno, en Aquel cuyo nombre es “Yo soy el que soy” (Ex 3,14), o, según otra traducción “Yo seré quien seré”.
Tengamos también en cuenta que existe una nueva vulnerabilidad: la de la propia naturaleza. Hoy en día la cuestión del mal afecta también y cada vez más a lo no-humano, de modo que lo lejano (tanto en el tiempo como en el espacio) parece confundirse con lo cercano: el exceso industrial y la mundanización económica es que lo que yo hago aquí –comerme un plátano, comprar un iPhone nuevo, llevar al niño al colegio en coche, darme una lucha larga, etc.– puede tener repercusiones materiales en las antípodas. Podemos reírnos de un ecologismo ideológico, pero “todos estamos en el mismo barco”, porque amenaza diluvio. No es cuestión de globalización, no sólo de encontrar “nuevas soluciones técnicas” para luchar contra la degeneración ambiental. Está en juego nuestra manera de ver el mundo tal y como se nos ha dado. Por eso, Laudato si´, del Papa Francisco, nos invita a reconocer que habitamos en “una casa común” y que esa casa común implica, como cualquier otra, un Padre común. Ahí está el centro del problema: la aceptación o no de un Creador, que lleva consigo la ecología integral y la contemplación de un orden natural dado.
Nuestra época ya no es esencialmente la de la ideología, sino la de la tecnología. Hoy en día es raro encontrarse con un ateo militante, pero sí muy frecuente cruzarse con un fan del budismo o expertos en “energías y fuerzas vitales”. En el Campus de Google no hay iglesia, pero si alguna sala zen o algo parecido para las técnicas en meditación, relajación, etc. Lo que hace que el ser humano pueda presentarse como sujeto neutro que construye su género, pues las biotecnologías reducen el cuerpo a una suma de funciones manipulables. ¿Qué significa esto para la misión que tenemos que realizar? Estar atentos a los medios, que no son neutrales: “el medio es el mensaje”. Pero lo que nosotros anunciamos es al Siervo doliente, Jesucristo. Podemos difundir el Evangelio por twitter en 280 caracteres, pero no conseguiremos el encuentro con Alguien, que hace cambiar la vida.
No despreciemos los medios temporales y sencillos de apostolado, pues el verdadero amor al prójimo no se puede aprender sino acercándose a él. La esperanza en el cara a cara con Dios solo se transmite a través del cara a cara con el otro. La fe en la Encarnación solo se verifica en una encarnación. Aunque en las redes sociales podemos iniciar un “contacto”, este debe convertirse después en contacto: tiene que pasar a la dimensión del “tocar”, porque todos los sacramentos, por ejemplo, llevan consigo esa dimensión; y ese tocar no debe tener otro fin fuera de sí mismo: debe ser simplemente un lugar de comunión. Si el Verbo no se hubiera hecho carne, si hubiera enviado sus mensajes desde los cielos por correo angélico, o si su encarnación solo hubiera sido digitalización, nadie habría sido capaz de prenderlo y conducirlo al Gólgota. “Internet no te permite clavar un clavo”; tampoco permite a los testigos de Cristo ser crucificados. Todo sería una ficción.
El derrumbe de las utopías políticas y el desarrollo del dominio tecnológico se aúnan para ofrecer un terreno abonado a la escalada de los fundamentalismos: éstos constituyen una versión heroico-mística del culto al asentimiento, además de ser utilitarismos religiosos que conciben el Reino de Dios sobre el modelo de la dominación, militar o mediática; y que, en definitiva, se plantean la eficacia espiritual en términos de pulsar y manejar botones. Frente a este fenómeno que cada día se hará más visible, la misión de los cristianos debe tener “la valentía para abrirse a la amplitud de la razón”, en expresión de Benedicto XVI, que permite escapar del doble culto al capricho y al cálculo, que pretende compensar la reducción de la racionalidad a un poder de uso desapasionado. La razón puede tener perfectamente capacidad de comunión y de elogio; es también eucarística antes que lógica, y no tiene por qué ser esencialmente calculadora, sino filial; y llega a su plenitud en la conversión al Padre creador y, por tanto, en la conversación con sus hermanos y en una creatividad conforme con la creación.
En resumen, F. Hadjadj nos invita a cosas muy sencillas, “a las cosas humildes”, dice san Pablo en Rom 12,16. La simplicidad es el primero de los atributos de Dios, pero también es lo más difícil que existe. Y esa es la dificultad de nuestros días: los apóstoles ya no deben limitarse a hacer milagros, sino que deben recordar las evidencias primeras. Esto es, que la mujer es mujer y el hombre es hombre; que el matrimonio es entre un hombre y una mujer; que los hijos nacen de una madre y de un padre; que las vacas no son carnívoras; que lo natural no es una construcción convencional; que el ser no es la nada. Recordar estas evidencias es hoy más complicado que la ciencia e incluso que el propio milagro. Porque la evidencia primera, al contario que el milagro, no es espectacular, ni puede demostrarse como las conclusiones de la ciencia experimental.
Pero tampoco debemos olvidar que quien rechaza la gracia de Dios acaba perdiendo la naturaleza. Quien ignora al Creador acaba olvidando a la criatura. Quien desprecia lo invisible ni siquiera sabe ver que lo ve: se pone a buscar en otro sitio, deja de creer que lo que se le concede ver, incluso a ras de tierra, se le concede generosamente para poder elevarse.
_________________
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo
Firma invitada del Grupo Areópago