Algunos de los elementos del Corpus en Toledo se han mantenido a lo largo del tiempo, es decir, que existen desde hace siglos. La continuidad no ha impedido que se haya transformado su valor simbólico o su significado en la fiesta. Aun así, no deja de ser emotivo contemplar, por ejemplo, a los gigantones, que aparecen citados en las fuentes locales desde finales de la Edad Media. A caballo entre lo lúdico y lo litúrgico, el día de la víspera desfilaban por las calles de la ciudad, como ocurre en la actualidad, y el jueves volvían a hacerlo formando parte del cortejo procesional, acompañados de músicos.
Los libros de cuentas conservados en el Archivo de la Catedral indican que ya a finales del siglo XV y principios del siglo XVI los gigantones salían en el Corpus. Estas primeras figuras se fabricaban en Toledo con armazones de varas de mimbre y aros. Como cabezas se usaban probablemente calabazas, que eran decoradas con cáñamo y sábanas viejas unidas con engrudo. Una vez compuestos se encargaban a sastres de la ciudad la confección de sus ropajes, que podían llegar a ser muy trabajados: en 1508 llevaban unos suntuosos ropajes largos (llamados garnachas) que se completaban con mangas, mantos y gorgueras al cuello. Los adornos, tales como collares, pendientes o sombreros se hacían con papel y hojalata, los mismos materiales que se usaban para reparar los desperfectos, que parecieron existir desde los primeros años. Una anotación indica que en 1499 el pintor Villoldo hubo de repasar dos gigantes “que avían comido los ratones”, quizá durante el tiempo en el que habían estado almacenados.
Los gigantes desfilaban en el Corpus, pero también para las fiestas de la Virgen de agosto o en ocasiones especiales, como cuando recorrieron las calles de Toledo el martes de Pascua de 1509, tras recibirse en Toledo noticias sobre Orán, o en 1559 para festejar el matrimonio entre Felipe II e Isabel de Valois, tercera esposa del monarca. A veces incluso tomaban parte en celebraciones no organizadas por la Catedral. El racionero Arcayos cuenta en sus notas que en 1598 y para solemnizar el Corpus parroquial los gigantes se llevaron a la iglesia de San Vicente junto con el realejo, un órgano montado sobre ruedas que podía tocarse para acompañar la procesión.
Por ello no es extraño que en la documentación sean frecuentes las noticias de reparaciones, arreglos o repintes que muchas veces corrían a cargo de los pintores y escultores que trabajaban en la Catedral. Además del citado Villoldo, que no se ha conseguido identificar con precisión, a principios del siglo XVI uno de los que recibió el encargo de repintar los gigantes fue Francisco de Amberes, artista que había trabajado en el retablo mayor del templo y que por entonces colaboraba con Juan de Borgoña en la sala capitular.
En cuanto a su número, parece que fue en aumento desde la época final del siglo XV. Hay documentada la existencia de siete gigantes en 1496, nueve en 1501 y diez a mediados del siglo XVI. Esa cifra se mantuvo el resto del Quinientos y en el siglo siguiente hasta los años finales, y aumentó aún porque en el Corpus de 1698, al que asistió Carlos II con su esposa Mariana de Neoburgo, bailaron 11 gigantes. Tal y como ocurre hoy las figuras formaban parejas: en 1626 había dos españoles, dos negros, dos turcos, dos labradores, un gigantillo y una gigantilla.
Las informaciones sobre deterioros y reparaciones, por el uso continuado y la acción de los elementos sobre las figuras, se hacen más reiteradas a finales del siglo XVII. En 1707 el Cabildo se planteó consultar al arzobispo, el cardenal Portocarrero, sobre la conveniencia de que los gigantes siguiesen participando en las fiestas del Corpus y las de la Virgen de agosto por el mal estado en el que se encontraban. Muy probablemente se repararon y continuaron desfilando por las calles hasta que a mediados del XVIII se hizo evidente que era preciso sustituir las figuras por otras nuevas. Por iniciativa del canónigo Obrero Andrés Munárriz se encargó a un artesano de Barcelona la fabricación de once nuevos, (a veces llamados los “gigantones de Lorenzana”) que llegaron a Toledo procedentes de esa ciudad en ocho carros el 5 de agosto de 1753, y que participaron por vez primera en un Corpus el año de 1754. Dos años más tarde las viejas figuras, que ya no estaban en uso, fueron cedidas a la villa de Ajofrín, tal y como reflejó el poeta local José de Lobera y Mendieta en su Relación jocosa.
Desde 1507, año en el que aparece mencionada por primera vez en un documento, en Toledo los gigantones eran acompañados en su desfile por la tarasca, un monstruo con forma de reptil, entre dragón y serpiente. Su origen parece estar en Francia y todo indica a que su introducción en las fiestas se extendió en España desde Cataluña y el antiguo reino de Aragón. En 1555 se hicieron pagos para abonar una tarasca nueva, que se construyó bajo el asesoramiento nada menos que de Alonso de Covarrubias, por entonces maestro mayor de la Catedral. Fue sustituida por otra en 1655, y en 1685 se data la primera referencia al muñeco que iba colocado en su lomo. El libro de gasto de la Obra y Fábrica correspondiente a 1760 llama ya a esa tarasquilla “reina Ana”, es decir, Ana Bolena.
Como había ocurrido con los autos y danzas, la sensibilidad ilustrada no podía entender que gigantes y tarasca formasen parte de un cortejo eucarístico, por lo que en 1777 y 1780 Carlos III promulgó sendas reales cédulas en las que ordenaba que por las irreverencias cometidas las figuras no participasen en la procesión. En 1790, sin embargo, el cardenal Lorenzana ordenó que se aderezasen las pelucas que llevaban los gigantones toledanos y volvieron a salir por las calles, no formando parte de la procesión, sino la víspera.
Desde el siglo XIX gigantones y tarasca perdieron el significado religioso que pudieron tener, especialmente tras dejar de salir en la procesión y se convirtieron en un elemento profano de la fiesta del Corpus. Sixto Ramón Parro escribió que por robar la devoción y distraer a la gente habían pasado a ser instrumentos para entretener a los más pequeños y a las gentes del pueblo. Pero los niños de aquellas lejanas épocas los veían bailar, como lo hacen hoy los ojos infantiles que los contemplan. Porque ¿qué toledano no guarda entre sus primeros recuerdos la imagen de un gigantón danzando por las calles de la ciudad?
Alfredo Rodríguez GonzálezTécnico del Archivo y Biblioteca Capitulares de Toledo