El Santo Padre Francisco nos exhorta constantemente a una vida cristiana que cada uno recorre con quienes tiene al lado, en un mismo caminar, esperándonos unos a otros, escuchando a quien necesita consejo y ayuda. Algo así es lo que se expresa con las frases “juntos para…”, o “en modo sinodal”. Con otras palabras: frente a la presunción intelectualista y a veces clerical, lo decisivo en estos momentos es la experiencia de la gracia de la que cualquier bautizado participa con sencillez desde su infancia, mediante los gestos que la Iglesia pone a su disposición: los sacramentos, la Escritura oída y vivida, el Catecismo, la oración, la imitación de Cristo y de los santos, la parroquia, el grupo, el movimiento…
Esta vida cristiana normal se despliega en dos dimensiones espirituales-carnales que se reclaman siempre: por un lado, la vertiente histórica, comunitaria, a la que se refiere mediante las nociones de “pueblo” o “tradición”; por otro, su dimensión profunda y trascendente, que lleva a entender las circunstancias de la vida ordinaria como el tejido de la “vocación” divina, de la llamada de Cristo que cada uno recibe.
Precisamente este Pueblo de Dios es el sujeto histórico-comunitario de la fe, de la que hemos de sentirnos orgullosos de participar en primera persona (“creo-creemos”) de nuestro Credo, y al que se siente la necesidad de defender frente a adversarios que lo disuelven para asimilarse al espíritu del tiempo. Es el Pueblo de los creyentes. Hemos de presumir de creer como todo el mundo, creer como el común, como la gente humilde, como los pobres, como los niños, como los pueblos.
Este Pueblo está compuesto de personas normales, sencillas. En él tienen su lugar privilegiado los más necesitados. Hemos de valorar también la contribución al Pueblo cristiano de los jóvenes y de los adultos, de las familias, de los trabajadores, de los sanos y de los enfermos. Una Iglesia, pues, en la que caben todos y, especialmente, los pobres. Todas estas personas viven (vivimos) en sus condiciones o estados de vida propios. Cada una de sus circunstancias de afecto, de trabajo, de descanso, de salud o enfermedad, constituyen la trama de unas relaciones que pueden ser definidas como “vocacionales”. Charles Peguy llama estas personas “vocati” (= llamados por Dios para cumplir una misión y, que sus momentos de actividad pública, presentan a los hombres y mujeres las virtudes ordinarias, de todos los días). Son el tejido profundo del diálogo misterioso con el Dios que llama, y al que responden mediante el ofrecimiento de sí mismos para edificar la Iglesia y la historia.
De esa experiencia común de los cristianos se alimentan las actuaciones extraordinarias en ciertos momentos o las misiones singulares en la historia de los santos. Hay, así, un vínculo indisoluble entre santidad y pueblo cristiano, ya que el pueblo tiene sed de encontrar a los santos y los “señala” por un secreto instinto, y se apiña alrededor del santo que llega. El santo o la santa pertenece por completo a todos. Estos santos comunican a la gente –públicamente– lo que han aprendido en su vida cotidiana –privadamente– a semejanza de Jesús, cuya enseñanza pública se alimentaba de manera privada, pues Cristo enseña a vivir precisamente como Él vivió antes de comenzar a enseñar. No se es cristiano a ratos, o en ciertos ámbitos de la vida, sino que se es cristiano siempre, y sin dejar fuera ningún aspecto de la propia vida, ni los luminosos, ni los bochornosos.
De esa vida cristiana común, con toda la humanidad, es de lo que se da testimonio, si queremos usar una categoría hoy de moda. En rigor, se es testigo no porque se hacen grandes obras, sino porque se pertenece a la Iglesia. Cuando hombres y mujeres pueden llevar a cabo las acciones más altas del mundo, sin haber sido empapados por la gracia, ese hombre o mujer es un estoico, no un cristiano. Uno no es cristiano porque llegue a un cierto nivel moral, intelectual, incluso espiritual. Uno es cristiano porque es de una cierta raza floreciente, de una raza espiritual y carnal, temporal y eterna, de una cierta “sangre”, la de Cristo.
Por eso hay tanto parentesco cristiano entre el pecador y el santo: ambos necesitan de la redención de Cristo. Así, nada empece, reconociendo que los cristianos no deben presumir de ser mejores que los demás, que el cristiano se declare a la vez pecador y competente en materia, diríamos, de cristiandad. Gracias a esta visión de las cosas, los cristianos que pecan pueden empezar siempre. Se empieza de nuevo siempre. La iniciativa de Dios nos permite convertirnos siempre, volver a empezar siempre, desear ser mejores de lo que hemos sido.
Hasta aquí esta presentación de los que somos como cristianos. La llamada, la iniciativa y la gracia de Dios están siempre en primer lugar. Pero también es urgente sentirse la Iglesia, parte de ella, protegidos por ella, unidos en ella, pecadores en ella y con posibilidad siempre de recibir la gracia de Dios para la misión concreta que ahora nos presenta el Señor en tiempos complejos, en una sociedad que busca y no encuentra y necesita siempre de esos testigos porque pertenecen a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, Pueblo del Señor, Esposa y Madre de los “llamados” por Dios en Cristo Jesús.
Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo