Vivimos en una sociedad que intenta ocultar la muerte, despojarla de su aspecto público y reducirla a un acontecimiento privado, un tema espinoso a resolver dentro de la familia y entre los amigos más íntimos. Ya se ha conseguido en parte, lo normal ya es que se muera en un hospital, se vele en un tanatorio (con salas diseñadas para evitar la visión directa del fallecido o de su ataúd), y, cada vez más frecuente, se omita el funeral a cambio de unas palabras llorosas y se esparzan las cenizas en algún lugar deshabitado. Y también es cada vez más frecuente que los asistentes a estos rituales improvisados no sepan muy bien cómo comportarse.
El sentido cristiano de la muerte ha inspirado una serie de momentos y ritos que nos recuerdan la importancia del momento de la muerte, el valor del cuerpo del fallecido y la esperanza en una vida eterna.
Cuando aparece una enfermedad grave, se recomienda recibir la unción de enfermos, por la cual la Iglesia pide al Señor la salud del alma y del cuerpo, y frecuentemente va precedida del sacramento de la reconciliación (confesión) para que el sufrimiento tenga sentido unido a la cruz de Cristo.
Cuando el momento de la muerte parece acercarse, la Sagrada Comunión es dada como viático, el “alimento para el viaje”, de modo que Cristo, pueda dar fortaleza espiritual en el viaje hacia la nueva vida.
Finalmente, en la hora de la muerte, un sacerdote puede acompañar al moribundo y a su familia con oraciones pidiendo a Dios gracia para la persona que va a dar el paso a la eternidad. Por eso, la asistencia religiosa en hospitales es tan necesaria y responde a un derecho fundamental del enfermo.
Tras la muerte, se celebran las exequias, que comprenden tres partes principales: el velatorio, la misa funeral y el entierro.
El velatorio normalmente tiene lugar el día y la noche antes del funeral. Aquí, la familia “está con” y “cuida” el cuerpo del fallecido. Este momento de vela puede ser una oportunidad para rezar o recordar amorosamente al difunto y permite a los conocidos expresar a los familiares y amigos sus condolencias.
La oración principal de la Iglesia por el difunto es la misa de funeral. En ella el cuerpo del fallecido es llevado a la iglesia, donde la celebración de la eucaristía revela la presencia de Cristo en su pasión, muerte y resurrección. Del mismo modo que el difunto fue incorporado a la familia de Cristo a través del Bautismo y alimentado en la Iglesia a través de los sacramentos, ahora es traído al templo en el momento final para la súplica de la Iglesia por el don de la vida eterna.
En el entierro se expresa la nuestra convicción de que el cuerpo es sagrado, es la parte física de una persona que resucitará en el último día cuando Cristo venga con los cielos nuevos y la tierra nueva. En el rito del responso final, la Iglesia encomienda el cuerpo del difunto a la tierra, para que lo custodie hasta el día de la resurrección.
Aunque la incineración fue en el pasado asociada con opiniones que rechazaban nuestra fe en la resurrección, la Iglesia actualmente no la prohíbe, siempre que no se use como un signo de desprecio al cuerpo del fallecido o de negación de la resurrección de la carne. El respeto al cuerpo implica que las cenizas sean tratadas con el mismo respeto que el cuerpo del fallecido.
Después del entierro no olvidamos a los que amamos. En realidad, necesitamos recordarlos y rezar por ellos. Por esta razón, es costumbre visitar las tumbas de los seres queridos para recordarlos y rezar, así como pedir que se ofrezcan misas por el eterno descanso de sus almas, especialmente en fechas importantes como el aniversario del fallecimiento. Además de las misas dedicadas de forma especial, la Iglesia reza por todos los fallecidos el día de los difuntos (2 de noviembre).