Acaba de conocerse la triste noticia del presunto asesinato de una niña de 6 años de manos de su madre, que acababa de perder la custodia en favor del padre, del que se había divorciado, tras un largo proceso de más de cinco años. Más allá de la cautela y el respeto a la intimidad personal y familiar que resulta exigible en estos casos, no dejan de sorprender –por ser completamente paradójicos– dos extremos que se han podido apreciar en las distintas reacciones públicas: de un lado, el silencio total de aquellos dirigentes políticos que nos tienen acostumbrados a solemnes declaraciones públicas de repulsa y condena cuando el autor del crimen es un varón; de otro lado, el intento de justificación de la acción de la mujer por parte de determinados tertulianos que no demuestran la misma empatía cuando al responsable de la atrocidad es el padre.
Ello no hace sino demostrar un hecho: lo que importa, en realidad, es el relato y no la persona; servirse de los hechos (y de los sujetos) para continuar imponiendo la propia ideología.
Esta visión de la realidad no solo afecta a declaraciones públicas de personajes de relevancia política y social; está presente igualmente en importantes iniciativas normativas (reforma del Código Penal o leyes de igualdad, por señalar dos ejemplos) y en los respectivos protocolos de actuación. El problema es que, cuando lo que importa es el relato y no la persona, la consecuencia es la instrumentalización de las víctimas –e incluso, de los victimarios– y, junto con ello, la polarización social, de modo tal que el foco deja de estar en quien sufre y se sitúa en elementos externos no sustanciales. Pero existe un efecto más perjudicial aún: al no afrontar adecuadamente el problema, partiendo de la objetividad de los hechos y del análisis en profundidad de todos los factores que influyen y condicionan acciones como la referida, nunca se acierta en la solución y, con ello, se acrecientan las causas que conducen al mismo.
Pensemos en ello con algo de detenimiento. Ofrecer el divorcio como única solución a una crisis de pareja implica dejar de lado la relevancia del matrimonio como institución social con efectos positivos en la educación de los hijos y en su bienestar emocional y personal; instrumentalizar el proceso de ruptura para obtener mayores beneficios personales y dañar al contrario fomenta el odio y la desesperación y conduce a situaciones límite; entender a los hijos como un capricho, una simple proyección del cuerpo de la mujer u objeto de propiedad supone despreciar su libertad y su dignidad y, en ocasiones, lleva a atentar contra su vida.
Resulta, por tanto, insuficiente y urgente que el análisis de la realidad –en los medios, en las iniciativas normativas, en las políticas públicas, en la vida cotidiana– parta siempre del carácter sagrado de cada vida, de la dignidad de cada ser humano (hombre o mujer, padre, madre o hijo), lejos de ideologías totalitarias y totalizantes, para las que el individuo concreto, la persona, no es importante, porque lo único que busca es extenderse e imponerse en la sociedad.
¿Nos daremos cuenta de ello algún día? ¿Seremos capaces de reaccionar en consecuencia?
GRUPO AREÓPAGO