El crecimiento económico, en sí mismo, no es algo bueno ni malo. Todo depende de lo que esté creciendo y lo que se esté desplazando o destruyendo. Nunca ha sido más necesario que en nuestro tiempo aplicar distinciones y utilizar el discernimiento. Por ejemplo, la ciencia sin límites y la ingeniería sin límites están poniendo fuerzas cada vez más poderosas a disposición de alguien: Pero, ¿quiénes son esos “alguienes”? ¿Qué están haciendo con estas fuerzas? ¿Qué les motiva? ¿Son hombre buenos o malos, o quizás hombres indiferentes que se preocupan principalmente de prosperar en sus propias carreras? ¿Se preocupan por sus semejantes? ¿Se preocupan por la naturaleza que Dios les ha dado o la consideran una mera cantera de explotación? ¿Saben aquello que dijo santo Tomás de Aquino hace 700 años cuando afirmaba que el mosquito más pequeño es más maravilloso y misterioso que cualquier cosa hecha por el hombre?
Cuando la gente se dispuso a construir la Torre de Babel para alcanzar el mismo cielo, el Señor permitió que cayeran en confusión. Hoy vivimos, de hecho, en tiempos confusos. La religión de la economía ha conquistado casi todo el mundo; sin embargo, en su hora de triunfo, un número creciente de personas –y los jóvenes, en particular– se rebelan contra ella negándose a aceptar sus disciplinas. Es verdad que el hombre del siglo XXI no tiene ya el mismo sentido de su propia insuficiencia que tenían sus antepasados: tantas veces sentimos que somos, como nunca antes, dueños de nuestro destino; y nuestra intención es crear, por nuestros propios esfuerzos, un mundo mejor, despreciando “las épocas antiguas".
El problema se puede describir de este modo: la tarea de los científicos es descubrir las leyes de la naturaleza; la de los inventores inventar; la de los industriales establecer y organizar la producción útil; y la del gobierno o gobiernos gobernar. Pero ninguna de esas actividades puede ser saludables a menos que las realicen personas que asuman la plena responsabilidad de sus acciones; y para eso deben estar imbuidas estas personas de un sentido plenamente desarrollado del carácter sagrado de toda la existencia: el conocimiento de que ellos no han hecho el mundo y que no se han hecho a sí mismos.
Es absurdo, por tanto, reclamar derechos absolutos sobre cualquier cosa contingente o limitada, ya sea ciencia experimental, poder o crecimiento económico, y el resultado inevitable es la confusión. Y empieza a haber muchos o, al menos, algunos que piensan que no hay salida de la confusión, excepto mediante la reconstrucción paciente y generosa de un verdadero orden de prioridades, una verdadera escala de valores.
Hacer esto es, creo, tarea de los cristianos, donde quiera que les haya colocado la vida. Los cristianos no están en contra del crecimiento económico más de lo que estarían en contra de la ciencia o de la existencia de este o aquel gobierno. Pero están o deben estar en contra del “espíritu de una época” que tiende a hacer ídolos de cada una de estas cosas contingentes o limitadas. Son o deben ser críticos, no de este o aquel ámbito o actividad, sino del espíritu que informa a los especialistas que trabajan en sus campos elegidos.
Recuerden que el espíritu de impaciencia y violencia gobernó las primeras fases de la revolución industrial de una manera espantosa y sigue siendo endémico en la industria moderna. El problema de cómo humanizar el trabajo, de cómo restaurar la estructura del grupo humano a la organización industrial, es ciertamente difícil. Algunas tendencias en la tecnología moderna son, cómo no, útiles, otras son hostiles. Los ordenadores, que con demasiada facilidad podrían promover el gigantismo, también se pueden utilizar para descentralizar las operaciones en actividades grupales a escala humana. El interés exclusivo de la industria no puede ser la eficiencia, como mostró el Papa Francisco en Laudato Si’, en 2015.
En un marco aún más amplio que la industria, se da también un espíritu de violencia lleno de descuido con respecto a los recursos naturales necesarios para la producción industrial. Los recursos combustibles, cada vez más caros y restringidos, nos proporcionan en este momento el ejemplo más claro. No los hacemos, sino que los sacamos de la despensa de la naturaleza. Lo que hemos tomado ya se ha ido, y si tomamos sin piedad, siendo solo lo más barato lo que nos mueve, estropeamos aún más de lo que tomamos. Nos comportamos como si no tuviéramos pasado ni futuro.
Me parece a mí que la tarea del cristiano en esta era económica es mantener los ojos abiertos y reconocer los males que resultan de haber invertido las prioridades. Actualmente esta situación da lugar a guerras y enfrentamientos entre naciones. Lo estamos viendo. El cristiano no está en contra de la ciencia, del poder o la riqueza. Pero sabe que estos son medios, no fines, y que solo tienen valor si sirven al ser humano, ese ser extraño e indefinible del que sabemos tanto y, sin embargo, tan poco.
Una cosa sí sabemos sobre el hombre, que proviene de la más alta autoridad: es que de nada le servirá ganar el mundo si, en el proceso, pierde su alma. Conviene pues, orar, y mucho, al que puede cambiar el corazón humano.
Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo emérito de Toledo