La naturaleza nos regala detalles que son un compendio de encanto, sentimientos y aprendizaje. Pasear con el frío cortante de los amaneces del invierno entre los campos castellano-manchegos es un regalo impagable. Y una se pregunta, ¿por qué no se hielan las raíces de los cultivos de invierno? Las siembras tan delicadas y aparentemente frágiles se mantienen vigorosas aun cuando se encuentran tapadas por una alfombra de escarcha; los almendros adelantados luchan por no perder sus brotes, y es que las raíces, para todo en la vida, no deben ser olvidadas.
De una casa con postigos de madera y un llamador dorado en la puerta, sale un hombre con su perro bodeguero y la gorra calada hasta las orejas. Pone entre sus labios un pitillo de medio lado, que llevaba escondido en la chaqueta para que su mujer no le regañe, y guiña los ojos —no se sabe bien si es por el humo del tabaco o por el frío—. Se frota las manos intentando hacerlas entrar en calor y se acerca a saludar a un paisano.
Ambos se detienen, no hay prisa, las buenas maneras siempre hay que mantenerlas y preguntar al amigo no solo es bueno, sino que también es necesario. Y se miran con verdad para consultarse sus cuitas familiares: «¡Se mejoró tu hija, ya lo sé por mi Benita, que gracias a Dios no ha sido de los malos! Vaya con Dios».
Se conocen y aprecian. ¡Cómo no! Son del mismo pueblo, amigos desde chiquillos y custodios afanosos de las tierras que cultivan, celebrando unas veces y otras implorando los frutos que de ellas germinan.
Nuestro paisano señala con su brazo hacia las afueras del pueblo. Se va al campo, como todos los días, a trabajarlo mientras lo observa y mima. El horizonte plano de La Mancha se pierde entre sus lindes y respira profundo mientras mira al cielo. Caminando, ruega sin cesar: «¡Que llueva mañana y que esta noche no hiele!». Letanía que repite un día sí y al otro también mientras transita hacia su pedazo de sí mismo, su vida entera.
Y se le pasa su vida entre aquellos terrones secos en verano y charcos helados en invierno. Se sabe sabio, porque su experiencia le pronostica conocer con exactitud cuándo pica el sol de lluvia y cuándo la helada se comerá las raíces. Reza a su patrona cada amanecer porque esta cosecha sea de las buenas.
Es un hombre curtido, con surcos en la piel cetrina y en el alma, que vuelve al calor del hogar donde sus nietos le esperan con los móviles en las manos y un beso de bienvenida. Y piensa, mientras se sienta en su sillón, que a ninguno le gusta el campo. Además, él quiere que estudien y tengan una vida más fácil de lo que lo fue la suya. «¡Si hubiera tenido un varón, habría seguido mis pasos!». Pero la vida le dio cuatro hijas. Y la más chica, que es ganadera, está enferma, ¡pero no es cáncer! Y le brinca el corazón cuando lo recuerda.
Mira de soslayo a su nieto Miguel y murmura entre dientes, sin que nadie pueda escucharle: «Si mi Miguelillo quisiese, él sí que se da maña con el azadón y tiene ojo para las plagas, además de no gustarle la escuela. Pero su madre no cesará de obligarle a tomar otros derroteros».
Me acerco a la casa con postigos de madera y un llamador dorado, llamo y doy un paso atrás mientras me atuso la bufanda. En esas, sale María con su sonrisa generosa y me abraza sin miedo al contacto de la piel con piel, con un estrujón de contundente verdad. Le compro huevos de corral y garbanzos, como cada vez que puedo ir a verla. A veces, hasta me invita a un buñuelo o una torrija. Entonces ya huele y sabe a Navidad o Semana Santa.
Cuando en la mesa mi familia ve la fuente de huevos fritos con patatas, algunos con dos yemas, las bocas se hacen agua y los cubiertos se alzan a la orden de «venga, que se enfrían». Y si hay cocido, los vítores se oyen en toda la comarca. Pero ninguno piensa ni en María, que cuida de sus gallinas, ni en Zoilo, que cada día acude al campo. Simplemente devoran como carpantas, eso sí, con gran satisfacción y deleite.
Y es que nunca hemos de olvidar que son las raíces que no se hielan, las de siempre, las trabajadas con el esmero del labriego y del sacrificio de muchas mujeres agricultoras por las que en esta preciosa tierra manchega tenemos esos manjares y esos personales paisajes en los que el día acaricia vides, olivas, cereal o huertas.
Esta insignificante anécdota, que como suelo decir son mis pequeñas grandes cosas, es de esas que me abren la mente y el corazón para estar agradecida por lo que veo, como y vivo. Quizás se lo recuerde a ustedes también.