La imagen que nos ofrece en estos momentos la actualidad informativa está diluida en un claroscuro que es en realidad la imagen que se visibiliza en toda la historia de la humanidad: la alegría y la tristeza, el bien y el mal, la vida y la muerte, la miseria y la grandeza, el horror y la bondad… Es la imagen que hoy nos trae el terremoto de Turquía-Siria, en donde el dolor y el horror por la muerte de tantas y tantas personas, convive con la alegría que aflora en un paisaje tan desolador cuando los equipos de salvamento, trabajando sin descanso y desde la heroicidad solidaria, celebran con entusiasmo el rescate de una vida, y con emoción incontrolada cuando se trata de la vida de un niño. Este claroscuro se refleja también en la actualidad de nuestro país, donde en el mismo día confluyen la imagen de gran alegría por la tramitación de una ley que penaliza el maltrato animal, con la tristeza que origina dar trato de constitucionalidad a una ley ideologizada que no opta por la vida humana; pues partiendo del dilema que suscita la defensa de dos absolutos -la vida del nasciturus y la conciencia autónoma de la mujer- no ofrece soluciones de cara al bien común (que sí las hay y forman parte del fin de la política) para que prevalezca la cultura y el cuidado de la vida.
Después de tantas imágenes en claroscuro que surcan nuestra historia –incluida la reciente pandemia que hemos padecido- nos seguimos preguntando si hemos aprendido algo. Con el Papa Francisco pensamos que da la impresión de que “la historia da muestras de estar volviendo atrás” (FT 11). Y es que parece difícil para los hombres buscar el sano equilibrio entre la aportación de una tradición filosófica que considera al hombre solo como animal racional, con capacidad para la acción; y la comprensión del hombre como ser vulnerable, limitado e imposibilitado muchas veces para esa acción, y por tanto necesitado de cuidados. De este equilibrio nace como esencia de la vida humana la compasión que es el sentimiento que mejor nos define como hombres y que tanto ha hecho el cristianismo para fomentarlo y culturizarlo. La valoración de esta vida frágil, vulnerable y dependiente nos lleva a impulsar una cultura en la que cuidemos de las personas dependientes, y a pedir cuidados cuando los necesitemos. Cultura que forma parte esencial del pensamiento social cristiano explicitado en la ética del cuidado a la que está invitando constantemente el Papa Francisco con llamadas al cuidado de la “casa común” y a ser “hospital de campaña” para el cuidado de los hermanos más vulnerables.
Este claroscuro en el que se desenvuelve la vida y la historia tiene ante sí importantes retos que resolver y que afectan a muchos campos de la actividad y de la vida cotidiana. Son muchos los ámbitos de actuación –hambre, migración, paro, marginación…- que afectan a la cultura del cuidado, pero hay algunos que nos atañen muy directamente porque nacen de la gran paradoja en la que está instalada nuestra cultura occidental. Cada vez más en nuestra sociedad del bienestar se dan situaciones de máximas exigencias para obtener mejores condiciones de vida, educativas, sanitarias, medioambientales…; pero al mismo tiempo crecen en intensidad nuestros deseos de libertad, autonomía y bienestar personal que hacen olvidarnos de cuidar a los que tenemos obligación moral de hacerlo… De ahí que no demos respuestas desde la ética del cuidado para proteger a los niños no nacidos por abortos consentidos –de 60 a 70 millones al año en el mundo, según la OMS-; al descuido en la educación de los hijos que tiene su continuidad en el mundo escolar -las cifras del fracaso escolar son alarmantes, pero aún son más graves las del fracaso educativo, que no se contabilizan-; a la dimisión en el cuidado y atención a nuestros mayores –su fiel reflejo nos lo ha proporcionado lo vivido durante la pandemia-; o al abandono del medio rural y a la contaminación, entre otras muchas muestras de atentados contra el cuidado de la vida en nuestra sociedad.
El cuidado de la vida comienza a hacerse cultura cuando se educa en ella desde la más tierna infancia; por eso el Papa pide “replantear los itinerarios pedagógicos de una ética ecológica, de manera que ayuden efectivamente a crecer en la solidaridad, la responsabilidad y el cuidado basado en la compasión” (LS 210).