Decía Loran Eisely, antropólogo, escritor científico, ecologista y poeta estadounidense, a quien animo leer en algunos de sus ensayos y libros de poemas, que «si hay magia en este planeta, está contenida en el agua», y para mí es totalmente innegable.
Nacemos rodeados de esa bendita agua del vientre de nuestra madre, donde olvidamos para qué nacemos y donde se nos regala toda una vida para bebérnosla.
Quienes tuvimos la suerte de crecer cerca de la naturaleza, mojamos nuestros pequeños pies en riachuelos donde veíamos el pasar de las estaciones sin apenas darnos cuenta, porque el agua era un juego y un paraíso donde encontrar truchas, cangrejos, libélulas de colores inexplicables y flores silvestres que hacían las delicias de nuestras pupilas.
Como también fue un juego el día aquel en el que alguien que nos quería nos lanzó al agua de una alberca, del río o del mar para que, después de un buen trago de agua y miedo en todo el cuerpo, se produjera el milagro de salir a flote y nadar. Y de nuevo el agua nos regalaba la magia de aprender a deslizarnos en ella y sentir su frescor y suavidad.
Nos contaban historias de balnearios a los que nuestro abuelos viajaban a darse las aguas para curar sus dolencias de huesos, músculos o piel y, allí, la amistad, el buen comer y el beber envolvían las sanadoras aguas en manantial de vida. Y hoy nos damos de vez en cuando, si la economía y el tiempo nos lo permiten, homenajes en spas o centros de agua, que nos recuerdan lo curativo que es el fluido transparente.
Y en las ocasiones en las que el elemento, por insalubre, no se bebe, se admira, pero nunca se desprecia, pues a su paso también deja sendero de vida y verdor. Cuando paseo por las orillas del Tajo, cada vez más enamorada de sus vistas en esta incipiente primavera, más imagino los tiempos pasados en los que bañistas de todas las edades lo disfrutaban. Ojalá pudiéramos hacerlo hoy, aunque quizás no seríamos capaces de cuidarlo y protegerlo tanto como se merece.
Abundan los estíos en los que echo en falta aquellos búcaros en la casa del pueblo que, sudorosos, escondían el agua que saciaba y refrescaba las gargantas sin miedo a enfriarnos. Chorro que se escurría por el cuello porque no sabíamos beber del botijo o no teníamos la fuerza suficiente para empinarlo.
No me negarán que no se han sentido embelesados viendo llover al calor de una manta y escuchando buena música y ese momento no ha sido mágico.
Y es que esta digna agua que nos rodea, y a la que durante mucho tiempo hemos vuelto la cara, es nuestro tesoro más preciado. Cuántas veces me han dicho y he dicho: «cierra el grifo, niña» y como letanía cansina nos ha repicado. Sin embargo, cada gota es puro sortilegio que engendra vida, cada gota es agua bendita, pero qué poco nos concienciamos de ello. Cada día que el agua recorre nuestro cuerpo para limpiarlo, mimarlo, cuidarlo es un regalo de valor incalculable, y no todos gozan de ese privilegio ni nosotros lo agradecemos como es debido.
Ahora que se acercan los días más cálidos del año y que miramos al cielo esperando que si marzo está siendo ventoso, abril sea lluvioso, estamos a tiempo de cuidar nuestro erario igual que cuidamos a nuestras personas queridas, nuestro hogar o nuestros recuerdos. Celar de lo que estamos hechos, pues casi un sesenta por ciento de nuestro cuerpo es agua, es velar por el líquido cristalino que nos rodea.
Porque un charquito de agua para nosotros es el mar para una hormiga como dice un proverbio afgano. No dejemos que sea más inmenso para ellas que para nosotros.
Por eso, bendita agua.