Ruego me excusen por dedicar esta columna a mi padre. Y permítanme que la extienda a todos aquellos padres que se sienten como tales, que lo viven desde el minuto antes de engendrar y hasta la muerte.
Quiero comenzar con unos versos del gran Pablo Neruda, versos que dedicó a su padre y que hago acopio en estas letras. A Mi Padre.
A Dios doy gracias por ser mi padre.
Por tus reproches y consejos.
Por el bien que me enseñaste
y de mi ser siempre cuidaste.
Por ser padre bondadoso,
lleno de paz y sabiduría.
Yo tuve uno de esos padres que también fue madre. Decidió, en la soledad de sus últimos años sin el amor de su vida, vivir intensamente las emociones de sus hijos y participar de sus cuitas en la medida que le permitiésemos.
Y yo se lo permití, se lo pedí, le dejé enseñarme con sus reproches y sus consejos, con sus experiencias y los deseos no logrados qué era la vida para él. Y lejos de esperar a que llegase «el momento» (como él decía) sin más, se desvivió en vivir cada día, cada momento especial sin escatimar una carcajada de las suyas, esas que tras los tabiques oía doña Mercedes, la vecina, y la obligaba a cambiar ávida de canal de televisión para ver qué era tan divertido.
Tener un padre que es feliz siéndolo, que goza con sentirlo, que se involucra en la vida de sus hijos sin limitar sus decisiones y respetando sus errores no ha sido habitual en generaciones pasadas. Pero yo tuve la suerte de tener un padre así y, claro que se vestía de su masculinidad y temperamento —¡bonico era!—, pero supo quitárselo para mirar de frente a su hija.
Hablamos mil veces de la vida y sus vericuetos, de los entresijos que había que sortear y de los horizontes plagados de estrellas donde, sin duda alguna, la que más lucía era la suya, su Fina. Y es que en todos los pequeños grandes momentos vividos siempre estábamos los cinco, aunque ya no estuviéramos todos. Porque un padre es un monolito que encierra su única fortaleza para velar por los demás, es la piedra contra la que chocan todos los golpes, porque sí, porque así se lo enseñaron, pero también aprendió que es almohada mullida donde escuchar un corazón que late sinceramente por ti.
Yo tuve un padre, con sus defectos y virtudes; yo tengo un padre con un alma de color blanco nacarado que, de vez en cuando, me da un capón para que tropiece y mire más al suelo y no tanto al cielo.
Porque un padre que quiere ser padre, que vive siéndolo y que cuando llega el momento se va sintiéndolo, es ese al que no hay día que no le des las gracias por ser su hija.
Y aunque me enseñó pronto a decir te quiero, también me enseñó a valorar el amor del bueno, a ilusionarme con ojos de gacela por todo lo habido y a llorar cuando era necesario. Me regañó cuando me prodigué en el sufrimiento, cuando no alcé la cabeza o cuando no hice lo correcto. Pero también me supo enseñar a ver su orgullo, su gran amor y lo grande que yo me sentía entre sus brazos, me siento en su recuerdo.
Padres hay de muchos tipos, incluso aquellos que se olvidan de serlo, no hay una escuela de Grados ni ganas en muchos casos, pero el padre que decide serlo, el padre que es feliz con serlo, el padre que enseña a amar la vida y respetarla, ese padre, por muchos años que pasen, jamás se olvida.
Sé que no soy la única, gracias a Dios, que tuvo un padre de esos que fue malo cuando tuvo que serlo para que la jarra de barro de la que yo estaba hecha no se quebrara, y aunque me ayudó a revestirla con una tela de alambre para protegerla, siempre la dejamos abierta para que tuviera agua fresca.
No está de moda alabar a un padre, no es bonito, pero conozco a muchos hombres buenos que son aún mejores padres. Va por el mío y por ellos.