Ha terminado una semana especial donde las haya y todo volverá a su ser hasta la próxima primavera, pero quería compartir con ustedes unas líneas que escribí la noche del Jueves Santo. No persigo afán alguno, salvo el de poner en valor lo grandes que son nuestras tradiciones, nuestra cultura y creencias, genética incuestionable que llena las calles y balcones con millones de suspiros.
Se emociona el alma y reacciona el cuerpo, la piel se eriza y el corazón late con fuerza cuando delante de mí te muestras majestuoso portando tu cruz. El sonido de la marcha de Nuestro Padre Jesús Nazareno repica en mi cabeza y los ojos se me nublan con recuerdos imborrables, envolviéndome en un abrazo invisible con los que tanto amo.
Tradición, increíble tradición que se mete en las venas y nunca se olvida. Desde niña, de la mano de mis padres, vine a verte; una bodoque empujada entre gigantes que en la multitud alzaba la mirada hacia mi madre quien, rezándote, lloraba emocionada. Y yo no comprendía su llanto, solo la miraba con mis ojos almendrados queriendo consolarla. ¿Por qué lo sentía tanto? Por la misma razón que yo hoy siento tantas cosas.
Y ahora soy yo la que se muestra inconsolable suplicando tu amparo y protección, no para mí o quizás también. Y no solo soy yo, miro a mi alrededor y somos cientos, miles los que en toda España nos volvemos pura emoción en cada noche de Jueves Santo. Unos en puro silencio, otros con vítores, y otros desde un balcón cantando una saeta, pero todos con inmensa devoción.
Las imágenes de nuestra fe, de nuestras creencias que esta semana procesionan en las calles son mucho más que eso, que cultura, costumbre o populismo, son el pedazo de madera al que nuestro amor se abraza cada primavera, y cada Cristo y cada Señora es la más grande, la más bella, son los más MAJESTUOSOS para cada cofrade, para cada penitente, para cada mantilla.
Y rezas en soledad en los trescientos sesenta y cinco días que quedan para verlo de nuevo, abrazas su imagen y agradeces o pides, pero en este Jueves Santo la fotografía se hace imagen y sale a la calle para ti, para mí, para todos.
Huele a cera quemada, a claveles y a lirios, a incienso y lágrimas, a emoción y devoción y te das cuenta de que, creas o no, lo llevas en la sangre y no podrías entender que cada Pascua no saliese a las calles para poder volver a sentirlo.
El hombre sin fe es una incógnita con solución elegida por cada uno en la más íntima de las decisiones, pero la tradición vivida en nuestra cultura y lo que nos provoca es un puro ejemplo de la fuerza que sentimos cuando todos vamos a una.
Y si en la fe de mis mayores yo te siento en el alma, que sea mi alma la que te busque en cada Semana Santa, Señor.