¿Somos agradecidos? ¿Valoramos francamente, incluso en ocasiones con vehemencia, todo lo que recibimos de aquellos que bien nos hacen? Podríamos decir que sí, pero sólo en ocasiones, y quizás lo hacemos sin el discernimiento y la consciencia plena que debiésemos.
Últimamente, por diversos motivos, hablo con mucha gente mayor que yo —y ya no soy una niña, pues peino canas—, y de esas conversaciones saco mucho coser, a veces, incluso muchas enseñanzas que, bien tejidas, recomponen preciosos encajes de vida. Y hay una en concreto que deseo compartirles.
No hace tanto, un señor viudo y octogenario con el que a veces tengo la gran fortuna de tertuliar, con los ojos más azules que nunca he visto coloreados con la vainilla de los años, me miró con cierta condescendencia y sencillez para contarme las deudas que había acumulado en vida con las personas que bien le habían querido y trabajado para él. Al comienzo de su exposición por supuesto que pensé: «deudas de buenas obras», no cabía duda. Pero no me esperaba la explicación con la que me sorprendieron sus palabras.
Comenzó diciendo que había tenido la mejor doncella, ama de cría, profesora de vida, además de policía o ángel de la guarda. Y que nunca había sido consciente de ello hasta que le tocó a él tener esos oficios, pero en esta ocasión en la posición de padre. Me explicaba que nunca valoramos en demasía actitudes profesionalizadas con el esfuerzo diario y sin una carrera detrás, perfeccionadas con el amor de cada instante y desagradecidas con el paso del tiempo. Viéndose como padre, fue consciente de la mejor profesional que pudo tener que no fue otra que su propia madre. Debiéndole nada más y nada menos que la vida y todo lo que conllevó sacarle adelante en los años del hambre y del chinche.
Con su mirada encharcada en la emoción, prosiguió contándome que buscó fuera de casa lo que ya tenía: siempre soluciones venidas de los mejores profesionales, y que nunca valoró ni agradeció ni pagó en su justo precio a la doctora, enfermera y practicanta que tuvo a su lado durante cuarenta y ocho años. Pensó que su diagnóstico precoz a los más mínimos síntomas no era de fiar, que los cuidados cuando el lumbago se zafaba con él no eran los que debían ser tal y como lo haría una enfermera o que las inyecciones nunca las colocaba en su sitio. Pero ella, sin pudor, miedo o recelo ante la desconfianza de su marido no se vino abajo, y de nuevo tuvo una profesional como la copa de un pino. Profesional a la que no supo agradecer desde lo más profundo de su ser todo su trabajo.
Ni que decir tiene que con ella tuvo a la mejor chef que, diariamente, le tenía un buen plato de comida caliente preparado, la mejor tertuliana, que aguantaba todas sus majaderías cuando se endiablaba con el campo o su mejor psicóloga cuando derramaba en ella sus iras, sus enfados, sus penas y desalientos. Y tampoco pudo pagarle por ello ni supo agradecérselo de verdad.
A su lado tuvo otra gran profesional de la enseñanza y animadora, su hermana mayor. Le llevaba seis años y, hasta que el cielo la llamó, también fue quién le enseñó el amor por la lectura y los juegos de mesa, el saber estar y el gran dominio de la risa. Y tampoco le pagó por el gran servicio prestado.
Con su hijo, con quien vive, sí es capaz de agradecerle y pagarle en gratitud el trabajo como cuidador que desempeña. Su desvelo porque vaya aseado, que sus zapatos sean buenos y cómodos y que nunca salga sin su gorra para que el sol no haga estragos en la calva brillante que lo acompaña. Con él sí que ha aprendido la lección y ya no deja deudas de gratitud por ahí en las esquinas del olvido.
Y con su hija tampoco, casada y madre de dos preciosas universitarias que son la joya de la casa. Su hija, que lo defiende de todo papel que no entiende, «de todas las cosas estas que se inventan ahora», como dice él; «es mi asesora y abogada». Y ella solo se dice a sí misma ama de casa sabiendo lo que sabe.
«Por eso, Cruz, aprende bien la lección y da las gracias desde el alma y con la cabeza bien clara, porque a tu lado tienes a los mejores profesionales que la vida te puede dar, y lo que ellos hacen contigo, y como lo hacen por ti, nadie lo hará por muy caros que sean sus honorarios y por mucha maestría que tengan».
Gracias, amigo, por haber trabajado para mí en esta enseñanza de la vida que abre mis ojos verde oliva al azul de tu alma. Va por ti.