Cuando se pasea por algunas plazas de Toledo uno puede encontrarse con dos actores vestidos de época que se baten con espadas ante un grupo de turistas, a quienes se transmite la idea de que esas luchas eran habituales en el pasado de la ciudad. Pensar que nuestros ancestros fueron como esos caballeros de los dramas de Calderón, dispuestos a desenvainar su arma para defender su honor, proteger doncellas o corregir desafueros es tentador. Pero la realidad es más prosaica: apenas puede documentarse un puñado de duelos en la ciudad y no hay ninguna prueba de que los desafíos fuesen usuales.
En el centenar largo de combates ocurridos entre 1521 y 1697 y estudiados por el historiador francés Claude Chauchadis tan sólo dos se sitúan en Toledo, en 1628 y 1648, respectivamente. No hay evidencias de ellos entre las más de 8.000 causas criminales de los Montes de Toledo conservadas en el Ayuntamiento de Toledo. Únicamente se tiene constancia de que en 1715 los alcaldes de Retuerta detuvieron a Juan García Clemente por su participación en un duelo en el que murió Francisco Sánchez Escalonilla. La justicia eclesiástica, que podía encausar a los duelistas, tampoco ofrece muchos ejemplos: entre los miles de procesos apenas aparece una denuncia anónima realizada a mediados del siglo XVIII contra el cura de Menasalbas, al que se acusaba de batirse con un vecino.
La documentación del Archivo Diocesano sí permite comprobar que, al menos en una ocasión, las autoridades toledanas evitaron un desafío, aunque de naturaleza muy distinta a los que se recrean hoy para los visitantes. Un día de verano de 1696 aparecieron papeles fijados en distintos puntos de la ciudad. Eran avisos manuscritos que anunciaban un duelo, y uno de ellos, arrancado de las puertas de las carnicerías, en la Plaza Mayor, fue incorporado a las diligencias de la justicia arzobispal, lo que permitió que llegase hasta nosotros. El papel, al que le falta la primera línea, anunciaba el combate “en palenque i desafío público” entre dos contendientes para verificar qué “doctrina” era mejor, la que abogaba por el uso de la espada o por la combinación de espada y daga, “para cuio efecto le cita para el jueves cinco del corriente a las ocho de la mañana en el Real Alcázar de esta ziudad, donde estará prevenido el palenque para su execución”. Un par de días más tarde, el 4 de julio de 1696, el fiscal eclesiástico denunció a Juan Antonio y Sebastián González, los maestros de armas que se habían retado. En principio se trataba de dirimir las diferencias técnicas entre ambos con espadas negras, las empleadas habitualmente en las lecciones de esgrima, que no tenían filo y contaban con un botón en la punta. Pero el fiscal tenía la sospecha de que la enemistad manifiesta que se profesaban podía desembocar en una pelea a gran escala entre los partidarios de uno y otro, por lo que basándose en “los sagrados cánones, bulas pontifizias, santos concilios y declaraziones de los santos pontífizes” se prohibió el duelo y se amenazó a los dos maestros con la excomunión si llegaban a batirse.
No es extraño que haya tan pocas evidencias de desafíos en Toledo. Como recuerda el investigador Chauchadis, quizá el que más y mejor ha profundizado en el tema (Claude Chachadis, La loi du duel. Le code du point d’honneur dans l’Espagne des XVIe-XVIIe siècles, Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 1997) los duelos eran un modo de resolución de conflictos que estaba reservado a los nobles. Únicamente los aristócratas podían batirse y hacer uso de un ritual codificado que el autor conceptualiza como una convención teatralizada. Aunque no pueden establecerse cifras exactas, no parece que en el mejor de los casos hubiese en Toledo, como en el resto de Castilla, más de un 10% de población noble.
Aunque queramos imaginar a nuestros antepasados como perfectos caballeros lo más probable es que se encontrasen en el segundo grupo, el 90% restante de la población, que tenía una manera distinta de resolver sus diferencias y que no encauzaba su agresividad a través del complejo ceremonial del duelo. En este caso los documentos sí dan cuenta de las numerosas ocasiones en las que los vecinos recurrían a una violencia que no era tan refinada como la de los duelistas. Lo habitual, según refieren los procesos, era emplear armas blancas (cuchillos, puñales o espadas), armas de fuego (escopetas, arcabuces o pistolas), aunque llegado el caso podía acometerse al adversario con lo primero que se encontrase a mano, incluyendo las herramientas de trabajo de oficiales y labradores y los instrumentos punzantes que aparecen citados como rejones. Los procesos ofrecen ejemplos de agresiones con martillos, tenazas, sartenes, ollas y demás vajilla doméstica, palos, piedras y hasta quijadas, como en el relato bíblico de Caín y Abel. La inmensa mayoría de los toledanos no se batía con su vecino cuando tenía un problema con él, no le daba un guantazo o le escribía una nota desafiante, sino que le atacaba con cualquier objeto del que pudiera valerse. Eso es exactamente lo que indican centenares de documentos conservados en los archivos.
La literatura es una fuente histórica de extraordinario valor para evocar el pasado con fidelidad. pero es preciso interpretarla adecuadamente Las obras teatrales de Lope o Calderón ofrecen una visión muy precisa de la mentalidad y los valores de la España de su época. Pero no nos deslumbremos por los textos, no caigamos en el error de elevar a la categoría de hecho cotidiano lo que es un recurso formal para construir un drama o una comedia. La próxima vez que nos crucemos con un duelo en las calles de Toledo pensemos en que se trata de una recreación de algo que solo ocurrió un puñado de veces, y no confundamos la ficción con la realidad.