Recientemente ha sido objeto de debate a nivel nacional la cuestión de los límites que han de establecerse a la percepción de ayudas públicas ante la concreta situación de determinados políticos de la Comunidad de Madrid que, a pesar de sus elevadas rentas, han percibido beneficios y bonificaciones por su condición de familia numerosa.
Más allá del hecho concreto en sí –que, una vez más, responde a la peor demagogia formulada en el contexto de la eterna lucha partidista– y dejando de lado la cuestión relativa a si se debe valorar la renta de una persona o de una unidad familiar para poder percibir determinadas ayudas, lo destacable (y sorprendente) de la polémica es que, con carácter general, ser familia numerosa no se ve, en sí mismo, como un hecho distintivo que merece reconocimiento social y apoyo por parte de los poderes públicos.
España tiene, desde hace años, la tasa de natalidad más baja de la Unión Europea (un 1,23% por mujer). Es patente desde hace años la inversión de la pirámide poblacional, que apunta a la imposibilidad del relevo generacional en un futuro no muy lejano. Junto con ello, en 2022 había 2,24 trabajadores por cada pensionista. De seguir la tendencia, en 2055 habrá una equivalencia total: un trabajador por cada pensionista. En un contexto de constante incremento del gasto público y ante la imposibilidad de obtener ingresos en la misma proporción, el endeudamiento de nuestro país será insostenible. En consecuencia, articular políticas públicas serias, decididas y coherentes de promoción de la natalidad es necesario y, más aún, urgente.
Por esta razón llama poderosamente la atención que se menosprecie de forma tan absurda e irracional, el papel de las familias numerosas, que se relacione en el imaginario colectivo el hecho de tener varios hijos, con ser muy religioso, estar trasnochado, o ser rico. No debe olvidarse, en este sentido, cómo desde determinados órganos, asociaciones e instituciones, sobre todo, a nivel internacional, se esté presentando una visión negativa de la paternidad-maternidad, por considerar un acto completamente egoísta traer un hijo este mundo tan hostil y por entender que resulta antinatural, en cuanto contrario, a la sostenibilidad del planeta.
Abrir el matrimonio a la vida constituye un acto de generosidad; en un mundo como el actual, tener tres o más hijos, más allá de las implicaciones individuales a todos los niveles –dificultades para conciliar vida familiar y laboral, importante nivel de gasto, esfuerzo ingente a nivel educativo…–, es una clara aportación a la sociedad española, que necesita de nuevos nacimientos para garantizar el nivel de estado de bienestar que hemos alcanzado, para asegurar la sostenibilidad generacional y, yendo más allá, para dar continuidad a la civilización occidental, con lo que es que significa para el mundo. Que este tipo de reflexiones, de puro sentido común, no estén en la agenda política ni en el debate social es muy preocupante.
Si, las familias numerosas aportan y, por ello, merecen, reconocimiento y protección, necesitan de apoyo, también económico. No estamos hablando de ricos o pobres, de ser profamilia o anti familia; estamos hablando de nuestro futuro como sociedad.