Porque la he manifestado en numerosas ocasiones es de sobra conocida mi nula simpatía por el estado de las autonomías que, en gran medida y según mi modesta opinión, han venido a deteriorar gravemente la Autonomía del Estado.
He manifestado también que de ser planteada alguna reforma constitucional, aparte retoques necesarios originados por los nuevos tiempos sociales y políticos y alguna corrección de conceptos dudosamente liberales, ninguna de tan sustancial importancia como ésta de revisar muy a fondo esta distribución territorial del poder político institucional que se plasmó en el Titulo VIII de nuestra Carta Magna de 1978, tan admirable en muchos aspectos.
A estas alturas de nuestra evolución política desde entonces, ya no se puede ignorar, salvo intereses partidistas e incluso personales de una nueva –o ya no tan nueva– casta política bien acomodada en este sistema, que en aquella histórica y lamentable decisión estaba el germen de la grave inestabilidad institucional que viene padeciendo la política y hasta la propia convivencia nacional. El “café para todos” de aquel ya lejano tiempo ha venido a tener graves efectos tóxicos.
Al amparo de este deplorable experimento político, creadas y hasta alimentadas todas las fuerzas del separatismo periférico, el permanente desafío de su propósito secesionista se ha convertido en único y exclusivo problema de la gobernabilidad del país. Así, se está produciendo el abracadabrante espectáculo, contemplado con perplejidad y hasta con un punto de indignación, de la ocupación de escaño en las Cortes Generales de la Nación Española, con su consiguiente remuneración de fondos públicos, por partidos y sus representantes que no desean pertenecer a la misma e incluso hasta pretenden su destrucción. Un despropósito cuyo consentimiento nos debería avergonzar.
Pero de igual forma que he mantenido que este proceso autonómico debería ser abolido, sostengo que, a pesar de su evidente fracaso, perfectamente previsible, debido a la insolidaridad de quienes sólo le querían como paso previo a su independencia, la reversión del mismo sólo debería producirse de una manera muy gradual y políticamente inteligente.
La razón es obvia: en esta ya larga etapa de su vigencia, al mismo tiempo que avanzaba el proceso desintegrador de la unidad nacional, se han alcanzado cotas importantes de una artificial y artificiosa consolidación política y, con carácter mucho más pernicioso y egoísta, niveles muy altos de adicción a buenos ingresos económicos de cargos públicos con sus entornos y disfrute de prebendas y privilegios. Ambas circunstancias habrán de ser tenidas en cuenta para racionalizar el proceso y evitar en lo posible que tenga adversarios demasiado ricos y poderosos, con mucho que perder en el cambio.
Esto implicará que la recuperación de competencias estatales que nunca debieron ser transferidas deberá producirse en un proceso muy bien medido en su ritmo y prudentemente armonizado en el tiempo.
Hubo un momento, a la vista de un cierto desprestigio político del sistema y, sobre todo, del despilfarro económico que suponía el mantenimiento del mismo para las arcas del Estado, en que surgió un cierto debate, en orden a evitar tanto gasto público, sobre la supresión de las Diputaciones Provinciales, a las que se acusaba de duplicidad innecesaria.
A la vista de la decepcionante y malhadada experiencia que trascendió, y con mucho, lo que debía haber sido tan solo una necesaria y potente descentralización administrativa, (sobre todo para regiones como la nuestra en las que, inexistente “patriotismo” identitario alguno, nos hemos tenido que tragar a fuerza de bodrios televisivos un “castellano-mancheguismo” falso, con frecuencia ridículo, mucho más oficial que popular, sin raíz histórica alguna,), si algo ha quedado claro es que hoy por hoy, transformado ese cambio estrictamente administrativo en innecesariamente político, la posible solución a este dilema es justamente la contraria.
En las circunstancias actuales suprimir las Diputaciones Provinciales sería lo más opuesto a lo que se debe hacer. En la estructura político-jurídica y administrativa del Estado disponemos afortunadamente de ellas como órgano plenamente representativo de la voluntad popular. En ese proceso constituyente de auténtica Segunda Transición esas instituciones que, casi con dos siglos de vigencia han sobrevivido a cambios y profundas mutaciones de la vida política nacional, serían el instrumento ideal, plenamente constitucional, para asumir competencias y protagonizar ese paso transformador y profundamente reformista destinado a invalidar aquel nefasto “invento” de la “España de las regiones” para dar paso a la “España de las provincias”.
Por lo demás, su radical procedencia municipalista, del más pleno valor de democracia directa como expresión más próxima a la verdadera representación popular, las Diputaciones Provinciales vendrían a ser además el más idóneo de los instrumentos para desempeñar, con legitimidad política plena y la eficacia necesaria, ese papel intermedio de órganos gestores de inversiones públicas y de prestación de servicios de carácter estatal no pertenecientes a las competencias exclusivas del Gobierno central.
Así, representado y efectivo el Estado en los Gobiernos Civiles y en las Delegaciones Ministeriales en cada provincia, recuperadas ya las competencias que en mala hora vaciaron de contenido práctico la presencia estatal en todo el territorio nacional, las Diputaciones serían el complemento ideal de esa estructura de reparto del poder en áreas de gobierno que tuvieran un acento muy marcado de gestión directa.
En esta crítica que desde hace tiempo vengo haciendo del estado de las autonomías, sólo muy de pasada me he detenido alguna vez en fijarme en su relación con la planificación hidrológica de carácter estatal, y si en alguna ocasión lo he hecho ha sido para lamentar lo muy desfavorable que ha resultado ser la experiencia autonómica para la defensa de la integridad de nuestro rio Tajo.
El fracaso de los intentos de los políticos Borrell y Aznar de poner en marcha un Plan Hidrológico Nacional y con él, una de las piezas claves del mismo, el Trasvase de Ebro, tuvo como único y exclusivo motivo el estado de las autonomías. Hay que decirlo así de claro. Y era lógico. Un Plan Hidrológico Nacional es, por su propia esencia, radicalmente incompatible con el estado de las autonomías. Esta frontal radicalidad entre ambos conceptos viene a manifestarse en su expresión política en la llamada “guerra del agua”, que suele resucitar con fuerza en cada convocatoria electoral y que no es otra cosa que la lucha por conseguir votos para lograr el poder político en cada una de las regiones autonómicas que se le disputan.
Así, presenciamos el bochornoso espectáculo que, lejos de mirar por el bien común, ofrecen las luchas en los propios partidos políticos, con distintas y diametralmente opuestas posiciones en su propio seno interno, según la región en la que cada uno pretenda conseguir el poder, con el agua como señuelo y bandera de esa presunta lucha. Y lo más lamentable es que en esas campañas aún pretenda cada uno de ellos alzarse con la razón y esgrimir reproches contra el de enfrente.
La entidad territorial de la planificación del recurso agua –incluidas las posibles transferencias inter-cuencas– es la cuenca hidrográfica, que nada o muy poco tiene que ver con la entidad política del reparto institucional del poder que conceden los votos y que es la región autonómica. Así de elemental.
Por tanto, no hay nada más antagónico a la planificación territorial de un recurso natural como es el agua que contraponer o condicionar el concepto de cuenca hidrológica al concepto, totalmente antinatural, estrictamente político, de región autonómica. O dicho de otro modo, la planificación territorial del uso del recurso agua y de su hipotética redistribución entre cuencas sólo puede hacerse en el contexto de un Estado unitario. Y si esto es así, cabe preguntarse, ¿qué sentido práctico tienen los planes de cuenca, (que podrían ser lógicos si ambos espacios, el de la cuenca y el político-administrativo de la región fueran coincidentes), si no es para integrarse y ser inscritos, como subunidades de la planificación, en un Plan Hidrológico Nacional ?
La conclusión no puede ser otra que un Plan Hidrológico Nacional sólo será posible con la abolición del estado de las autonomías. El resultado es terriblemente desesperanzador para los ciudadanos de la cuenca del Tajo, cuyas aguas, de continuar adelante el invento autonómico, seguirán con el estigma, cargando en solitario contra nosotros, de ser las únicas “excedentes” en este “reparto”, (¡!!!!) El Ebro seguirá siendo intocable y aragoneses y catalanes seguirán siendo “políticamente muy solidarios” con murcianos, valencianos y almerienses…mientras el Tajo sea el que aguante, incluida la última estupidez publicada en un medio digital importante. Por lo visto, según esta “sabia” plumífera, estamos regalando agua a Portugal y estamos regateando el agua del Tajo al insaciable sureste peninsular. Quizá tengamos pendiente como gran obra de la política hidráulica ibérica el trasvase Tajo-Segura desde Lisboa a Murcia, sin pasar por Toledo. ¡Cuánta majadería ignorante hay que leer!
El problema es que el Tajo ya no aguanta más y lo que pasa bajo los puentes de Toledo ya no es el Tajo sino el muy madrileño Jarama, con sus “aguas” inmundas emponzoñadas de veneno.