Se ha conocido que Instagram trabaja en la próxima inclusión de autómatas de conversación (chatbots) para dar consejos y charlar con los usuarios. Se habla de la disponibilidad 30 personalidades diferentes para que el usuario pueda elegir su perfil preferido. El objetivo es ayudar a los usuarios a encontrar «el mejor camino para expresarse a sí mismos y encontrar ayuda».
Estos «amigos artificiales», escucharán los problemas y aportarán consejos y ayudas, con la sabiduría extraída de una potente y desalmada base de datos, alimentada por no sabemos muy bien quién y con qué intenciones.
Esto recuerda al programa Eliza, creado por el programador Joseph Weizenbaum, allá por 1964. Eliza simulaba a un interlocutor ficticio con el que el usuario intercambiaba mensajes. Fue uno de los primeros programas de procesamiento del lenguaje natural. El programa buscaba palabras clave en los mensajes de sus interlocutores y devolvía una frase tipo, extraída de una base de datos, incluyendo la misma clave. Por ejemplo, si el usuario tecleaba: «Me estoy quedando sin amigos», Eliza respondía: «Háblame de tus amigos», y así el usuario continuaba la conversación con la ilusión de tener un interlocutor que le escuchaba y le entendía, pero nada de eso ocurría.
El propio Wizembaum se alarmó del derrotero que tomaba la aplicación cuando descubrió que su secretaria estaba usando el programa y al acercarse para ver que tal funcionaba, la secretaria ocultó la pantalla alegando que estaba hablando con Eliza ¡de temas íntimos!
La inteligencia artificial ha dotado al procesamiento del lenguaje de técnicas y recursos que nos llevan mucho más lejos que en 1964, pero sigue sin dotar a las máquinas ni de conciencia, ni de identidad, ni de raciocinio ni libertad, y sobre todo, de capacidad de amar y ser amadas. Los «amigos artificiales» no existen, no son más que una ilusión.
Apreciar la diferencia entre hablar con una máquina o con una persona supone apreciar lo que es una persona, algo que en el mundo moderno es cada vez más extraño.
El amigo es alguien. Está dotado de identidad personal, se siente semejante y al mismo tiempo diferente y por eso es capaz de escuchar y de ofrecer contraste y perspectiva. El amigo artificial es un acceso lingüístico a una base de datos. No es semejante, no comparte su experiencia, si acaso la de los que alimentaron su repertorio.
El amigo es amable y amante. Busca el bien en el otro, es confidente de ida y vuelta, se alegra con el bien encontrado o cumplido por el amigo, es desinteresado. El amigo artificial es útil, pero incapaz de amar, es habilidoso buscando información, pero no sabe distinguir la verdad de la mentira. No es capaz de alegrarse ni entristecerse, carece de toda empatía.
Puede parecer interesante contar con un asistente digital para saber qué películas están en cartelera o buscar la receta de los espaguetis a la boloñesa, pero no se puede confiar en él para tomar una decisión importante en la vida, decidir romper con el novio o cambiar de trabajo, no digamos cuestiones más transcendentes como la fe o el pecado, o, yendo a un extremo, buscar consejo sobre el aborto o el suicidio. La perspectiva se vuelve escalofriante.
Porque al amigo le mueve una escala de valores, y si es amigo mío, la colección y posición de esos valores será parecida a la mía. Pero el amigo artificial no tiene tal cosa, solo un ranking de éxito en la respuesta, apoyado en una valoración estadística.
No deja de tener su gracia cuando un anciano, con la cabeza trastocada, se pone a conversar con la televisión. Sobre todo, si es un ser querido, te ríes con él, le das un abrazo y le dices «Abuelo, que cosas tienes». Pero el espectáculo de una sociedad que necesita hablar sola, especialmente los adolescentes y jóvenes, es patético.
Ya le decía don Quijote a Sancho: «La amistad, Sancho, es el mayor tesoro que puede tener el hombre, porque si bien la vida sin amigos no vale nada, un amigo vale por toda la vida». Pues el amigo artificial es para la amistad como una especie de espantapájaros (un molino pequeño), no vayas a confundirlos.