¡Qué rápidas somos las mujeres en intimar! Rompemos el hielo parafraseando hasta que nos lanzamos a contarnos anécdotas cotidianas en las que, siendo protagonistas, también lo son otros y, en forma de fábula, se convierten en el chascarrillo divertido de una preciosa noche de verano a la luz de una luna casi llena y el sabor de una copa de buen vino.

Y es que, aunque no queramos reconocerlo, nosotras, en ese círculo de femineidad, admitimos que poseemos ese falso halo de bondad con el que nos cubrimos y, utilizando el leguaje vulgar, con el que nos convertimos en «más malas que la tiña» cuando deseamos hacer algo en comandita con aquel que nos hace felices. Bien porque no sepamos hacerlo, bien porque pensemos que el otro lo va a hacer mejor.

Nuestra protagonista es una de esas mujeres que no pasa desapercibida por su belleza, su constante sonrisa y una espontaneidad fuera de lo común que, además, sabe hacer de «manitas» en mil artes menos con el temido taladro; él, por su parte, es un hombre alto, muy alto, de los que se dice le vienen al pelo; atractivo, se define como poco sociable y, sin embargo, tiene un gran sentido del humor. De esas parejas que el paso del tiempo les hace ser más interesantes aún.

El dilema surgió cuando el verbo «taladrar» entró en escena. «Taladrar» en su acepción de horadar algo con un taladro o instrumento semejante, no le busquemos otros significados.

El poder es sinónimo de dominio y el taladro tiene poder y cobra vida propia. Esa máquina de ruido infernal se ajusta como un guante a las manos firmes que lo poseen y su cimbrear llega hasta el interior de todos los huesos, otorga poder destructivo y dominio creativo, además de provocar sentimientos encontrados cuando quien lo usa deja de lado otras herramientas como el nivel, la cinta métrica, el taco con el número oportuno para la broca utilizada y, por último, la odiada alcayata apta para sostener el maravilloso objeto en cuestión que nuestra protagonista decidió montar recién despertados de la siesta.

La batalla estaba servida, la meticulosidad de ella, que hace de todo menos taladrar en contraposición con la rapidez y ganas de finalizar de él, para quien medir es una pérdida de tiempo, dieron lugar al resultado esperado después de mil dimes y diretes: ella midió y él hizo el agujero en el sitio perfecto.

Y es que estas cosas de la decoración invaden el subconsciente mientras una duerme, es un efecto adictivo que palpita mientras la vigilia va despidiendo al sueño plácido conseguido y, al despertar, toma fuerza de orden que ha de cumplirse ipso facto.

Y es que los hombres también sufren por amor y al verle sudar como un poseso, con los ojos llorosos por las gotitas que bajaban por su frente, nuestra protagonista sintió cómo su corazón perdió un latido, porque él hacía todo por ella, hasta taladrar un muro de hormigón.

La máxima de estas sencillas palabras no es otra que tener siempre presente que no es necesario saber hacer de todo, que quienes comparten nuestra vida siempre suman en las pequeñas y grandes cosas y que nada hay más dulce que, al terminar la batalla, todo se bendiga con otro taladrar y no en paredes de hormigón.