Una cafetería, la misma mesa con dos sillas vacías. Hoy soy yo la que ocupa sola una de ellas, como en tantos momentos de mi existencia.
Cada día, en esta misma mesa del rincón junto a la ventana, se sientan dúos muy distintos que se convidan a compartir su tiempo. Un padre anciano que con su hijo habla de los pormenores de su rutina y de lo que echa en falta a su mujer; dos compañeros de trabajo que especulan sobre el proyecto que desean llevar a cabo y si en los momentos que corren su iniciativa será puesta en valor; la suegra y la nuera que preparan el cumpleaños sorpresa del suegro que cumplirá ochenta años; dos amigas que sacan un hueco en su apretada agenda para contarse atropelladamente sus hazañas; una cita a ciegas después de haber intimado por las redes, un matrimonio con la mirada fija en sus móviles sin tener demasiado que contarse; dos universitarios intercambiándose apuntes y soltando alguna gracieta sobre algún profesor…, cientos de historias a lo largo de una simple semana.
Aparentemente, en cualquiera de estas situaciones, diríamos que solo son dos personas frente a dos cafés. Pero cuando observas a tu alrededor te das cuenta de que es mucho más: son historias de vida donde cada uno de los protagonistas pretende formar parte de la existencia del otro. El resto somos convidados de piedra con nuestras propias historias. Y en cualquiera de estos casos podemos afirmar que sus protagonistas desconocen hasta qué punto son parte de la savia de los otros, hasta qué grado les importan, hasta qué intimo lugar sus pensamientos, valías, fortalezas o debilidades, sentimientos o caricias son valorados por el que está en frente.
Según sea nuestro carácter y personalidad sentiremos que somos el ombligo de cada circunstancia o el último de la fila de sus pretendidas miradas; importantes o solo uno más. La cuestión es que es imposible saber a ciencia cierta qué somos para los demás. Nadie puede entrar en el otro, por eso somos convidados a poco, a lo que nos dejan.
Está claro cómo es el amor o el cariño de unos padres, de los hermanos, de una pareja, de los hijos, de los amigos, de los compañeros de trabajo, es grande y formamos parte de sus días, pero es imposible saber a ciencia cierta hasta dónde nos convidan en sus existencias y por dónde podemos pasear dentro de ellas.
Por eso la discreción, la paciencia, la empatía, la honestidad y muchos valores más son imprescindibles para no ser unos malos invitados en la vida de quienes nos rodean.
Esa incógnita tan especial que es el auténtico lugar que nos otorgan es el verdadero motivo por el que necesitamos saber, por el que nos preguntamos u observamos hasta la saciedad o nos volvemos insociables para no tener que hacer el esfuerzo. Y a quien le preguntes sobre el tema te dirá que, en relación con las personas que forman parte de su existencia, precisa saber que es valorado, que se le echa en falta, que es imprescindible o que se siente orgulloso.
Somos convidados en la vida de los que nos rodean, pero no olvidemos eso, que es una invitación a participar, no un derecho que obliga al otro. Visto así, hasta una simple sonrisa tiene un infinito valor.
Y esa mesa en la que quizás tú también te has sentado y que está limpiando afanosamente la camarera, no podrá nunca contar lo que en ella aconteció, pero, seguramente, si tuviera vida, en más de una ocasión habría pensado que alguien no supo entender que estaba invitado en la vida del otro o que quizás le hubiera gustado ser ella la convidada para vivir esa historia.