Estamos asistiendo impasibles a uno de los momentos políticos más complejos y desesperanzadores de la historia reciente de nuestro país. No por la incertidumbre ante la formación de Gobierno, sino por la polarización que, conscientemente, se está alentando desde la espera pública, que hace imposible el entendimiento.

Los ciudadanos hemos interiorizado como normal que el partido o partidos que han conseguido más votos en las elecciones gobierne, imponiendo su mayoría, sin contar en absoluto con la –mal llamada– oposición, del mismo modo en que vemos como algo natural que quien no gobierna se limite a oponerse –en el sentido de ponerse sistemáticamente en contra– a todo lo que propone quien detenta el poder.

Esto no es la política. Lo que estamos viviendo en estos meses –y, por extensión, en los últimos años– nada tiene que ver con el ideal de lo que es y significa hacer política. Desde la perspectiva subjetiva o interna, debería verse, como hace el Papa Francisco, como una altísima vocación de servicio a los demás, que no atañe solo a los representantes electos, sino a todos los miembros de la comunidad. Desde la óptica externa u objetiva, como un instrumento eficaz para promover el bien común, no limitado a los parlamentos o a las mesas donde se reúnen los miembros del gobierno, sino a toda la arena pública. Un vistazo a la realidad actual de nuestro país basta para comprobar que no es así.

Hemos olvidado una premisa fundamental: nadie, nunca, puede creerse en posesión de toda la verdad. La verdad se busca, no se posee, la realidad, que responde a bases objetivas, siempre tiene matices de percepción y, para poder ponderarlos todos resulta necesario escuchar, dialogar, encontrarse con el otro, en el sentido no solo de coincidir físicamente en un mismo espacio para establecer un diálogo sincero, sino de abrirse al entendimiento, a la posibilidad de coincidir sobre la visión de un asunto. Así ha de ser también en política.

Sin embargo, hemos aceptado el relativismo en las acciones políticas, en las normas, en los debates. Si no hay criterios objetivos sobre la base de los cuales llevar a cabo un discernimiento serio y sincero, no hay debate posible ni encuentro viable. Si todo depende de las consignas del líder, a quien debe obedecerse ciegamente, y de los argumentarios del respectivo gabinete de comunicación del partido, que se han de repetir cual papagayos, no hay predisposición alguna para el diálogo. Si el interlocutor es considerado rival, enemigo a batir, no hay posibilidad alguna de encuentro.

Esta situación genera dos grandes problemas: de un lado, la imposibilidad de adoptar las mejores medidas posibles, fruto del diálogo y del discernimiento, para lograr el bien común en cada caso concreto; de otro, la expansión de esa polarización, buscada conscientemente por los interlocutores políticos, al resto de la sociedad.

La polarización política, efectivamente, deriva en polarización social, y ello tiene su influencia en la vida cotidiana, en el ambiente laboral, social, de amistad. Empecemos por aquí. No nos dejemos influir por esa división. Dialoguemos, entendámonos, impliquémonos activamente en la vida pública, exijamos a nuestros dirigentes que estén a la altura de los retos que plantea el momento presente. Otra política es posible.

GRUPO AREÓPAGO