Hace unas semanas leí un artículo que aseveraba que mentimos más de veinte veces al día. Ahí entran todo tipo de mentiras, conscientes e inconscientes, dolosas y culposas, las verdades a medias y las mentiras piadosas. La verdad es que se me hacen demasiadas, pero existiendo un estudio científico detrás sería impropio no de darle un repaso a la cuestión y plantearnos si en base a lo dicho, somos los nuevos Pinochos.
De ser verdad lo antedicho y según lo manifestado en la Biblia en el libro del Apocalipsis que resumiendo viene a decir que, no entrará en el cielo ninguna persona que expresa mentira, podemos deducir que, si el mundo se acabase mañana al amanecer, ninguno de los humanos que habitamos esta tierra iremos al cielo, más bien derechitos al infierno.
Como los valores mamados son heredados de experiencias certeras de otros antes que la nuestra, una de las cosas que tengo clara en esta vida, porque así me lo enseñaron, es que la mentira, por muy bueno que sea el fin, tiene las patillas muy cortas. O tienes una memoria de elefante o tarde o temprano la verdad sale a la luz.
Lo cierto es que la mentira es el vestido de la sociedad en la que vivimos. Hoy digo blanco y mañana negro porque está bien visto cambiar de opinión. Y no es algo que únicamente se vea en el ámbito político, donde el fin partidario justifica todo medio, si no en todos los ámbitos sociales.
Este cambio vertiginoso de opiniones, podemos entonces decir que, se da en todo tipo de relación humana, porque el quedar bien en la inmediatez es fundamental, otra cosa será lo que acontezca mañana. Pero mañana si tenemos que cambiar de nuevo de opinión no pasará nada. Porque todo es justificable.
Con un escenario así se me hace difícil pasar de largo, por lo que, si me lo permiten, vamos a ahondar un poco más en la herida y ver si llegamos al tuétano.
Cuando mentimos o nos mienten lo que conseguimos realmente es enseñar a la otra persona que no nos importa nada, salvo nuestro propio interés. De eso no me cabe ninguna duda, salvar el trasero es lo primordial. Pero si en lugar de mentir mantenemos silencio, la situación es otra.
El silencio que evita una mentira, aunque “otorga” como dice el refrán, significa que te importa la otra persona, que la tienes en consideración, que no deseas echar más leña al fuego, y que no le tienes por tonto. Porque el cinismo lejos de amansar despierta a las fieras.
Por eso callar y no mentir debería ser más que suficiente para quien espera respuesta. Pronunciar las palabras que ofenden o que incomodan sería ir con la verdad por delante, pero cuando eso no es posible, es mejor permanecer en silencio y no contar milongas o hechos que no van a ninguna parte. Reflexionar sobre la mentira y lo poco que nos importa la persona a quien mentimos, debería ser un acto reflejo, pero mentir parece ser que se ha convertido en el impulso más habitual.
En resumidas cuentas, la mentira deja un poso agrio en uno mismo, una desazón que inquieta y además hay que tener una memoria increíble. Sin embargo, callar aun costando un potosí, otorga la dulce sensación de no caer el lo banal y de mantenerte en tu sitio porque los otros son importantes para ti y porque tu honestidad es mucho más fuerte, el silencio como respuesta reconforta y quita culpas.
Mentir hoy es cambiar de opinión, pero el daño es el mismo que hacía hace cien años.